Nos visita cada setenta y cinco años.
Mi abuela habría podido verlo, con sólo cinco años de edad, pero estoy segura de que no lo hizo, porque en 1910 y menos en Sadagura, cerca del río Prut, en su Rumania natal, nadie sabía de fenómenos astronómicos. —Nos visita cada setenta y cinco años —había dicho mi maestra de cuarto año de escuela. Hice rápidamente la cuenta: ¡Lo vería! Faltaban sólo diez años en aquel 1976 en el que la palabra de mi maestra era sagrada y yo me esmeraba por “escribir lindo”, sin faltas de ortografía y con letra cursiva, mientras asumía sin pompa ni relevancia el presidente de facto Aparicio Méndez, un día de lluvia en el que los autos debían desplazarse a veinte kilómetros por hora, mientras “los uniformados” vestían pilots amarillos en la Avenida del Libertador Brigadier General Juan Antonio Lavalleja, otrora Avenida Agraciada, pero que los hombres del terror decidieron rebautizar su primer tramo, hasta el Palacio Legislativo, entonces vacío de senadores y diputados con aquel nombre tan rimbombante. Pero a partir de la Casa Soler, era Avenida Agraciada. Desplazarse a veinte kilómetros por hora… como cuando íbamos en auto a la casa de mi abuela y mi padre pasaba por la calle Garibaldi frente a “algo” en que era obligatorio ir a 20 kilómetros por hora, “a paso de hombre” decían los carteles y debajo una leyenda amenazante: “Quien pase a más de 20 kilómetros por hora será castigado”. Nunca olvidé ese “a paso de hombre”, me daba terror. ¿Y si un día mi padre subía la velocidad a 25? ¿Sería también castigado? Mientras en aquel gélido 1976 los autos eran obligados a circular a paso de hombre delante de determinados “recintos sagrados” de los genocidas que nos gobernaban, allí en el universo, él andaba a 70,6 kilómetros por segundo. Quizá, cuando él llegara, ya estaríamos libres de esa noche negra, siniestra pesadilla. Yo le preguntaba a mi madre pero ella no tenía respuesta, ¿quién podía tenerla? Estábamos en el apogeo de la más siniestra dictadura y nadie sabía si viviría para contarlo. 1986 era “el futuro”. Y contra todos los pronósticos, la noche terminó, y amaneció. Faltaba poco para que él llegara. Montevideo se iba alborotando, y todos estábamos de lo más alterados. Fuimos en el auto de mi padre y estacionámos en el bosque que precede al camino (entonces prohibido transitar) que iba hacia el Faro de Punta Carretas. Había muchísimos autos y mucha gente. Yo trataba de mirar el cielo pero no podía ver nada. —¡Ahí está! —gritaba una voz. —¿Dónde? —preguntaba yo. —¡Allí, allí! — Lo único que vi fue una estrella como cualquier otra. —Bueno, capaz lo ves mejor la próxima vez que vuelva… —me dijo mi madre. Hice cuentas. 2061. —No voy a estar viva. —respondí. —Nunca se sabe. —dijo ella. —Voy a tener casi cien años, es más que imposible que lo vea. —Nunca se sabe. — En mayo, dos meses después que él nos visitó, sin tener la certeza de haberlo visto “de verdad” empecé la facultad de Arquitectura. Durante las noches en el taller sonaban los temas del rock post dictadura, pero uno llamó mi atención en particular: “Salto en la música Entro en tu Cuerpo Cometa Halley Cópula y ensueño”. La Luna de Miel De Virus, del grande de Federico Moura. No creo que yo esté por aquí en 2061 para verlo nuevamente. Como tantas otras cosas que no volveré a ver: Ni a Federico Moura, ni a Freddy Mercury, ni a Amy Winehouse, al igual que de la buena caligrafía que hacíamos en la escuela porque ahora eso “no es importante”. A pesar de que él vuelva.
Anna Donner 9/11/2018 ©®