El hilo rojo.
Fue en el siglo pasado, cuando “siglo pasado” significaba vestidos largos y carruajes, cuando siglo veinte significaba presente. Fue cuando el futuro era el año dos mil. Fue cuando yo era una estudiante que iba a la facultad con vaqueros y calentadores, como los de la chica de Flashdance, y nos sentábamos en el piso con mis amigos. Fue en otra vida —me digo— o quizá un sueño post-adolescente. Fue cuando aún brillaba en todo su esplendor el templo de la calle Buenos Aires, lugar donde toda joven soñaba casarse. Fue allí donde cantabas, con ese registro barítono irresistible, con ese pelo negro que marcaba tu ascendencia sefaradí. Fue allí, en el templo, donde por casualidad se cruzaron nuestros pasos. Y nuestras voces. Y tu clarinete con mi piano. Eras muy “grande”, un tipo hecho y derecho y yo una post púber que aún no había alcanzado la mayoría de edad. Fue en otra vida nuestra historia, un sueño post-adolescente. Dentro de la pantalla hollywoodense me llamabas por el teléfono de línea y caminábamos por las veredas de dieciocho de julio cuando todavía existían los trolleys, íbamos al cine cuando todavía era una gran sala de varios pisos rezando para que en la fila de adelante no se sentara algún mastodonte que nos evitara poder ver la película y caminábamos por 18 de cuando el sábado a la noche era una fiesta y las galerías brillaban en todo su esplendor con las luces encendidas. El tiempo es tirano, no tengo registros de fechas exactas ni imágenes claras almacenadas, todo es un esfumado brumoso como la niebla inglesa, donde habita una fiesta en la que tú cantabas vestido con impecable traje azul, un pool que no recuerdo pero jugamos, una reunión tonta que todos jugaban al juego de la copa y yo aburrida la movía y un despeñadero donde flotaba yo sin rumbo, después del inesperado adiós en una noche de otoño en un boliche de cuarta acompañado de un mísero café. Un pulpo negro con sus horribles tentáculos quiso callar mi alma rota con un aliento cloacal que aún no olvido. Allí vivías, congelado Walt Disney, en lejanos túneles oscuros junto a alimañas, estatua de mármol, sueño post-adolescente de placard con olor a naftalina, película de happy ending trunco. Y el futuro dejó de ser el año dos mil, 18 de julio apagó sus luces para siempre, las cartas papel avión con letra manuscrita quedaron ajadas en cajones que se cerraron para siempre, el templo de la calle Buenos Aires se hizo museo, y la estudiante, con su teléfono de línea y sus calentadores, se quedó en el siglo pasado. Llegó la mujer hecha y derecha escéptica de príncipes azules y finales felices, acorazada en el mundo hostil de la hipocresía y el cinismo, empuñando el arco y la flecha en el juego vital de “matar o morir”, dejando atrás toda utopía idealista de “hombres nuevos”. —Que descansen en sus vinilos —decía. Supe que habías emigrado como las golondrinas, el templo de la calle Buenos Aires ya no tenía cantante ni fieles, eras tan solo un nombre en la inmensidad del ciberespacio que no recordaba el mío, sólo mis ojos, eso dijiste. Mis ojos mirándote desde el piano. Bytes de ida y vuelta desde tu exilio en la tierra de los aztecas, gran urbe frente de la tierra del Tío Sam, conteniendo palabras que nunca me habías dicho, y tu pelo… blanco. Existías; no sólo en la bruma de mi memoria, eras carne y la misma voz de barítono me hablaba de amor. Es ahora, cuando “siglo pasado” significa Guerra Fría, la llegada del hombre a La Luna y yo estudiante de vaqueros y calentadores como los de la chica de Flashdance, que retornás del exilio, la pausa de treinta y un años en nuestro hilo rojo concluye, y es ahora que caminamos juntos hacia el happy ending que alguna vez empezamos, con el clarinete y el piano, con tu pelo blanco y mis incipientes canas, es ahora cuando el sueño post-adolescente se hace realidad.