El hilo rojo.

Fue en el siglo pasado, cuando “siglo pasado” significaba vestidos largos y carruajes, cuando siglo veinte significaba presente. Fue cuando el futuro era el año dos mil. Fue cuando yo era una estudiante que iba a la facultad con vaqueros y calentadores, como los de la chica de Flashdance, y nos sentábamos en el piso con mis amigos. Fue en otra vida —me digo— o quizá un sueño post-adolescente. Fue cuando aún brillaba en todo su esplendor el templo de la calle Buenos Aires, lugar donde toda joven soñaba casarse. Fue allí donde cantabas, con ese registro barítono irresistible, con ese pelo negro que marcaba tu ascendencia sefaradí. Fue allí, en el templo, donde por casualidad se cruzaron nuestros pasos. Y nuestras voces. Y tu clarinete con mi piano. Eras muy “grande”, un tipo hecho y derecho y yo una post púber que aún no había alcanzado la mayoría de edad. Fue en otra vida nuestra historia, un sueño post-adolescente. Dentro de la pantalla hollywoodense me llamabas por el teléfono de línea y caminábamos por las veredas de dieciocho de julio cuando todavía existían los trolleys, íbamos al cine cuando todavía era una gran sala de varios pisos rezando para que en la fila de adelante no se sentara algún mastodonte que nos evitara poder ver la película y caminábamos  por 18 de cuando el sábado a la noche era una fiesta y las galerías brillaban en todo su esplendor con las luces encendidas. El tiempo es tirano, no tengo registros de fechas exactas ni imágenes claras almacenadas, todo es un esfumado brumoso como la niebla inglesa, donde habita una fiesta en la que tú cantabas vestido con impecable traje azul, un pool que no recuerdo pero jugamos, una reunión tonta que todos jugaban al juego de la copa y yo aburrida la movía y un despeñadero donde flotaba yo sin rumbo, después del inesperado adiós en una noche de otoño en un boliche de cuarta acompañado de un mísero café. Un pulpo negro con sus horribles tentáculos quiso callar mi alma rota con un aliento cloacal que aún no olvido. Allí vivías, congelado Walt Disney, en lejanos túneles oscuros junto a  alimañas, estatua de mármol, sueño post-adolescente de placard con olor a naftalina, película de happy ending trunco. Y el futuro dejó de ser el año dos mil, 18 de julio apagó sus luces para siempre, las cartas papel avión con letra manuscrita quedaron ajadas en cajones que se cerraron para siempre, el templo de la calle Buenos Aires se hizo museo, y  la estudiante, con su teléfono de línea y sus calentadores, se quedó en el siglo pasado. Llegó la mujer hecha y derecha escéptica de príncipes azules y finales felices, acorazada en el mundo hostil de la hipocresía y el cinismo, empuñando el arco y la flecha en el juego vital de “matar o morir”, dejando atrás toda utopía idealista de “hombres nuevos”. —Que descansen en sus vinilos —decía. Supe que habías emigrado como las golondrinas, el templo de la calle Buenos Aires ya no tenía cantante ni fieles, eras tan solo un nombre en la inmensidad del ciberespacio que no recordaba el mío, sólo mis ojos, eso dijiste. Mis ojos mirándote desde el piano. Bytes de ida y vuelta desde tu exilio en la tierra de los aztecas, gran urbe frente de la tierra del Tío Sam, conteniendo palabras que nunca me habías dicho, y tu pelo… blanco. Existías; no sólo en la bruma de mi memoria, eras carne y la misma voz de barítono me hablaba de amor.  Es ahora, cuando “siglo pasado” significa Guerra Fría, la llegada del hombre a La Luna y yo estudiante de vaqueros y calentadores como los de la chica de Flashdance, que retornás del exilio, la pausa de treinta y un años en nuestro hilo rojo concluye, y es ahora que caminamos juntos hacia el happy ending que alguna vez empezamos, con el clarinete y el piano, con tu pelo blanco y mis incipientes canas, es ahora cuando el sueño post-adolescente se hace realidad.

Metiendo las narices.

Es once de abril. Odio mi nariz, ¡cómo me gustaría que fuera respingada! Pero no, es aguileña. Creo que la culpa la tienen los lentes, por eso tengo puente está marcado, como si mi nariz tuviera una joroba. Cuando me la miro de frente, no se nota, pero mi perfil es horrible. ¿O la culpa será de mi padre que tiene nariz aguileña? Pero mi padre nunca usó lentes. Yo sería tan feliz si tuviera la nariz respingada… algún día tendré dinero para hacerme una cirugía estética. La hermana de una amiga se hizo, y de verdad eso parece magia. No entiendo por qué tengo que sacarme una foto de perfil. Porque para la cédula no sacan.  No fui yo, sino mi madre la que me sacó la hora en la Corte Electoral, aunque tengo diecisiete años y todavía falta mucho para las elecciones. Pero como voy a  votar, tengo que tener la credencial. Me dicen que me ponga de perfil, para uno y otro lado, debajo de un cartel que tiene letras y números. Estoy horrible. Trato de ver la foto sin prejuicios, pero no hay caso. Lo primero que se nota es mi nariz espantosa. No importa mi pelo, ni  mi flequillo, ni mis rulos,  lo único que veo es mi nariz. Ahora soy ARB 13412, un número que aprendí de memoria pero tuve que descartar el día que cerraron el circuito porque había más muertos que vivos. Me encierro en mi dormitorio, y escucho a Alan Parsons del cassette que me prestó el chico con quien salgo. Yo sólo conocía “Eye in the sky”, pero me abrió un mundo nuevo, “Children of the moon”, “Amonia Avenue”, “Silence and I”. Nunca antes había escuchado música como esa, es que en mi casa no hay dinero para comprar casettes pregrabados, así que me conformo con TDK vírgenes que puedo llenar con toda la música que quiera. Con mucho esmero y en retribución a la gentileza por el cassette prestado de Alan Parson yo le presté uno de los míos, pero él dijo que se escuchaba todo mal. Seguramente lo ha de haber escuchado en un equipo de audio de esos que miro en las vidrieras de Centro Eléctrico, pero sé que jamás podré tener, con ecualizador y parlantes gigantes. No me importa, él seguramente desconoce el esfuerzo de hacer algo “con nada”, en este caso grabar un cassette de la radio Spika de mi padre. Rebobinarlo con la birome cuando se tranca, recortarle a las canciones las partes en las que habla en DJ. Me molesta que hablen a propósito para que la gente vaya a comprar los cassettes pregrabados porque  no piensan en las chicas como yo, que no podemos. Pero si algo tengo es ingenio, así que si ellos hablan, yo los corto, voy bajando el volumen, igual que en los bailes, y engancho el siguiente tema. Escuchado en el pasa cassettes de mi casa no se nota que suena mal, pero seguramente en un equipo grande debe de sonar un desastre. No lo puedo culpar a él, es un cheto, no conoce otra cosa. Lo conocí en el casamiento de un primo. Mi abuela me había hecho un vestido de tafeta escocesa, la fiesta fue en el Hotel Bristol. Lo único que rogaba era que no sentaran a mi hermano conmigo, no quería que molestara, ya bastante que me molesta en casa. La fiesta estaba llena de primos, pero había mucha gente que yo no conocía. Había un chico en especial que se había puesto muy pesado: —¿Bailás? —No. —Dale, bailá. —No. —Por favor, bailá una. —No. —Todos los amigos estaban pendientes de mi respuesta, pero yo había ido a la fiesta para divertirme y no para soportar a ese plomo toda la noche.  De pronto apareció otro chico que no parecía ser un pesado. El otro seguía insistiendo. Ya estaba por levantarme a otra mesa, cuando me dijo: —¿Bailás? —Acepté. —¿Por qué con él sí y conmigo no? —decía el otro, que no se conformaba. Nunca me imaginé que en una fiesta de familia se podía conocer a alguien. Yo estoy acostumbrada a esas cosas cuando salgo con mis amigas, no en eventos como este. Mi hermano no me molestó, y al final del casamiento él pidió papel y birome en recepción, anotó mi número y me dio el suyo. Era un chico muy apuesto, esa es la verdad, pero también un cheto. Y yo odiaba a los chetos, porque se creían los dueños del mundo, porque se fijaban en si una usaba ropa de marca o en el barrio en el que vivía. Será por eso que cuando él me dijo que votaría “Frente Amplio”, no lo entendí. Frente Amplio era lo que se votaba en mi casa, los chetos votaban a Sanguinetti. Cuando salimos, le pregunté que estudiaba y me dijo que debía exámenes y no pensaba darlos. Yo me espanté, ¿cómo alguien era capaz de no terminar el liceo? No es que fuera algo entretenido, claro. Pero de ahí a no terminarlo, hay un abismo. Pero de música, sí sabía. No en vano le gustaba Alan Parsons. ¿Cómo alguien que votaría al Frente Amplio despreciaba un cassette por no haber sido grabado en un equipo de audio? Yo sabía que el asunto no duraría demasiado, porque los chetos quieren salir con chetas de cabeza hueca, muy populares pero nada inteligentes. Y yo, jamás podría tolerar a alguien que se fijara en si yo usaba ropa de marca, porque eso me indignaba sobremanera. El once de abril, habíamos quedado en salir así que me duró poco el espanto causado por mi foto de la credencial. Me repongo rápidamente y cuando nos vemos le digo por qué no termina el liceo,  que debe terminarlo. Pero dice que ni loco. Yo voy al liceo público, estoy en el último año, y hay bastante alboroto. Es que la dictadura no terminó, si bien ya está marcada la fecha para las elecciones, el último domingo de noviembre. Pero faltan varios meses. Tenemos prohibido decir “Frente Amplio” porque está proscripto. Wilson Ferreira también. Pero nosotros nos rebelamos. Hacemos el día del vaquero y la cosa se complica. Pero aquí estamos. Queremos que esta noche negra se termine. Tenemos esperanzas. Hace once años que la gente no vota. Yo era muy chica cuando la última elección y me dejaron en casa de mi abuela. Mi madre me explicó que votar era ir a un “cuarto secreto”. Entonces, todos los troncos de los plátanos montevideanos estaban pintados de rojo, azul y blanco y yo no entendía para qué alguien querría pintar un árbol. Ahora, seré yo la que entre al “cuarto secreto”. Dicen que es probable que levanten la proscripción del Frente. El director del liceo es tan milico… pero nosotros nos animamos a cantarle cosas “rebeldes”. ¿Qué va hacer? Hoy levantan la proscripción del Frente Amplio. Mi amiga nueva me dice que va a ir a la explanada del municipio con toda la familia, y me pregunta si quiero ir con ellos. Digo que sí. Vive arriba del bar “Fray Mocho”, en una casa de altos. Salgo con todos ellos, tienen una bandera gigante, de esas de tela, y nos vamos turnando para cargarla. Vamos caminando y se va juntando la gente, miles de banderas confluyen en el lugar, se ve un mar de cabezas. Me emociono, tengo diecisiete años y estoy en el primer acto político del Frente Amplio. Mi nariz me importa y rábano. ¿Y él? Seguramente ha de estar aquí.

Escucha, yo vengo a cantar.

Me gustaba canto. Nos sentaban a todos en un salón con sillas continuas, como las del cine  pero de madera, la parte de abajo del asiento se levantaba para poder apilar las filas de sillas contra la pared. Un día, el profesor nos dijo que nos haría una “prueba de voz”, se sentó al piano y nos hizo pasar de a uno. Tocaba “do re mi fa sol fa mi re do” “do do#”… e iba subiendo las escalas de a medio tono. Nosotros teníamos que cantar las notas que oíamos y luego él decidía si éramos “Voz A” o “Voz B”. Así fue como quedé separada de mis amigas, y de casi todos, yo era “Voz A”, pero la mayoría era “Voz B”. Pronto entendí que la “Voz A” significaba poder cantar y la “Voz B”, la total incapacidad para aquel asunto. Año tras año, cada comienzo seleccionaban las voces, y sistemáticamente yo quedaba separada de los demás. La “Voz A” entre otras cuestiones, hacía “el solo” del Himno Nacional: “Libertad libertad orientales… este grito a la patria salvó…” Supe después, que el reducido grupo que formábamos, debía de asistir a eventos importantes del colegio, éramos “El Coro”, recuerdo uno en particular, en la sala “18 de Mayo”, teatro que los milicos le robaron a “El Galpón”, un año después de su apertura, en 1976, porque antes era “El Galponcito”, en Mercedes y Carlos Roxlo. El “Nuevo Galpón”, quedaba en la mismísima 18 de julio. Cantar en la sala “18 de mayo” me desagradaba profundamente. Un año hasta me inventé una voz nueva con la secreta esperanza de ser descartada del coro, pero no tuve suerte. Mi voz era soprano, y creí que agravándola, no quedaría, pero para mi desgracia, me pusieron con los contraltos. Conforme estábamos en el liceo y nos íbamos haciendo adolescentes, los compañeros se tomaron en serio el asunto del coro. Iban a los eventos vestidos con toga, con gran pompa y solemnidad, pero yo era una rebelde sin causa. El día que cantara, no serían las canciones “De la Patria”, sino las que me gustaran, y menos aún, vestida de ese modo. A esas alturas ya tenía muy claro que amaba profundamente la música, pero no la clásica que me hacía tocar la Señorita Profesora de Piano, sino la otra, la que gritaba y se rebelaba: el rock. Un día le pregunté dentro de mi ingenuidad infantil si no era posible poder tocar otra cosa: —¿Qué otra cosa hay sino lo que tocamos aquí? —Yo pensé en los “bailes lluvia” que hacíamos con los compañeros de la escuela, los varones se ocupaban de tocadiscos y pasaban “Abba” o “Village People”. —Abba —respondí. —¿Abba? ¿Qué es eso? —se horrorizó la señorita. —Un grupo de músicos suecos. —¡De ninguna manera! ¡La música moderna no es música! —me retó. Yo quería tocar, pero no música clásica. Al menos, no quería tocar solamente música clásica. Así que debería de arreglármelas sola. No podía ser tan complicado. Ya había sacado los carnavalitos del disco de mi madre en la flauta dulce. Así fue como empecé a tocar sola. La Señorita no tardó mucho tiempo en llamar a mi madre para recriminarle que yo no leía el pentagrama, y que no prestaba atención sino que “me sabía todo de memoria”. Para la señorita, eso era inadmisible, todas sus alumnas rendían examen en el Conservatorio Hugo Balzo, pero yo jamás me sometería a semejante escrutinio de señores acartonados. Por suerte, la señorita le dijo a mi madre que yo no tenía futuro, así que no me seguiría dando clase. Yo estaba feliz. Sabía lo necesario: el resto vendría solo. A medida que iba descubriendo nuevas bandas gracias a CX 32 Radiomundo y CX 50 Radio Independencia, mi “repertorio” se iba ampliando, todo estaba guardado en la memoria. Estaba sola en el asunto, a mis amigas no les interesaba demasiado la música, sí la bailaban y la escuchaban, pero nada más. Yo la desmenuzaba. La clasificaba. La analizaba. La reproducía. Pasaba mis fines de semana de adolescente buscando temas para armar mis cassettes, esos que sonaban mal para los chetos, pero para mí, eran sagrados. El día se me iba adentro de la música. Mi madre invadía mi sagrado recinto: mi dormitorio de adolescente, con la pared pintada de rosado, color que yo misma había elegido cuando nos mudamos al apartamento, con nueve años de edad. Tenía además, un poster de “Grease”, y otro de Elton John. Además de uno que mi madre me regaló cuando la exposición de la Bauhaus vino a Uruguay, sobre un fondo gris descansaban un triángulo amarillo, un círculo azul y un cuadrado rojo. Yo era una niña, pero me gustaba mucho aquel afiche, así que pregunté si lo podía pegar en mi cuarto y me dieron permiso. Como no sabía de dónde sacar las letras de las canciones que estaban de moda, ir a las aburridísimas clases del Anglo me sirvió para algo: ponía el cassette, escuchaba una frase, la anotaba en una hoja de papel, y así obtuve todas las letras. Quizá por eso, cuando irrumpió el rock en español post-dictadura, aluciné. Me encantaban Los Estómagos, Zero y Los Tontos en último lugar. No le encontraba ningún sentido a la canción del Puré, me parecía tonta. Pero Cambalache en versión de los Estómagos me “podía”. Ni que hablar de Riga o Soy Escorpión de Zero. Los fui a ver al teatro de verano, y ¡cómo sonaban! ¡Zero era grande! Cuando Montevideo organizó un Festival de Rock, entendí que el fenómeno del rock post dictadura no era una tontería, sino que iba a pasar a la posteridad. Y aluciné cuando vinieron Los Abuelos de la Nada a cantar en las canteras del Parque Rodó. ¡Un recital gratuito! Había muchísima gente, aún estaba vivo Miguel Abuelo. Yo escuchaba muchas bandas argentinas que me encantaban: Virus, Git, Los Violadores… nos pasábamos cantando “Uno, dos, utraviolento… Y ahora qué pasa, eh?” Dada mi formación (o deformación, como se lo quiera llamar)… yo no tenía el menor apego por la música popular. Cuando me casé, mi suegra me dio una bolsa enorme que era de mi marido. Tenía de todo: cassettes y discos de pasta. Era la música que él escuchaba en su aliá… puse los casettes: uno era de temas del grupo “América”. Yo sólo conocía “You can don magic”, que ocupó un lugar importante en el ranking en 1982, pero ningún otro tema. Me volví a maravillar con todo lo que descubrí. América era mucho más que “You can do magic”. Y puse un disco de pasta. Era de Daniel Viglietti. La única canción suya que conocía era “A desalambrar”. Los LP eran “Canciones para el hombre nuevo” y “Canciones chuecas”. No los escuché, los deglutí. Era música absolutamente distinta a la que yo escuchaba… luego me enteré que no era que en casa no les gustara Viglietti, sino que mi madre durante la dictadura sacó todos los discos por temor.  Cuando nació mi hija mayor, para dormir le cantaba “Yo nací en Jacinto Vera”, sumada a dos de María Elena: “El Jacarandá” y “El país de Nomeacuerdo”.

Me gusta cantar y me acuerdo de todo. Será por eso que ahora no encuentro a nadie que iguale a mis referentes. O será que ya no existen, por eso Mick Jagger llegó a Montevideo en Febrero de 2016, con 72 años, y fue una multitud al Estadio Centenario. Será porque ahora no encuentro referentes, que el único día que me gusta ir a bailar es el 24 de agosto, porque pasan la música de mi época. No soy una nostálgica infeliz. No vivo apegada al pasado. Quizá, soy demasiado escéptica, de eso se trata.

Era Montevideo que hacía sombra.

Era Montevideo que hacía sombra —me digo —la ciudad espectral resignada de memorias de cadáveres se erigía en el escenario en todo su esplendor: sobrevivientes de lo ignorado se gestaban en la matriz resignada, no natos perfectos rutinarios y obedientes, era Montevideo que flotaba en el limbo de la nada, la juventud obediente transitaba las aceras de la norma degustando algodón azucarado rosado. —Eso tiene gusto a nada y hace mal —me dijo mi madre aquella tarde en el Parque Rodó al ver a los niños con aquella maravilla. —Por favor —insistí —No, eso tiene gusto a nada y hace mal. —Montevideo tenía gusto a nada y hacía mal, los días sucedían a las noches en el predecible orden de los acontecimientos, Montevideo estaba encandilada por luces psicodélicas para no ver su sombra de cloacas de gente con la boca sellada —Y la vida también —que no podía gritar (no debía gritar) atragantada de diablos censurando el sentido de la existencia —No hay sentido, hay orden —decían las larvas que se arrastraban en el fango y penetraban los cuerpos abandonados gangrenados que trataban de emerger a la superficie y la bota los pisaba… represiones ahogadas hicieron ebullición en un corto circuito y las luces psicodélicas se apagaron para siempre. La función terminó y Montevideo era una sombra de existencias buscando desesperadamente el sentido de ese inframundo que había emergido a la superficie: cabezas rapadas con pelos parados, camperas  negras con tachas, —esos raros peinados nuevos —dijo Charly, sonidos estridentes que los rutinarios no entendían, un pseudocódigo de demanda de respuesta volaba por el aire caóticamente puro… era Montevideo nacida del submundo de los calabozos y memoria amputada, era Montevideo en sombra que esperaba a que saliera el sol.

Mis oídos tienen memoria.

Es sábado y es una tarde de sol, ni una sola nube empaña el cielo. Me encantan los sábados porque el tiempo no existe; los fines de semana tengo por norma no usar reloj. Ya bastante corro de lunes a viernes, suena el despertador a las seis y treinta, salto de la cama como un resorte, y en piloto automático me ducho, siempre me gustó bañarme de mañana, el agua caliente me saca el sueño. Con los minutos contados, me visto en penumbras para no despertarlo a Él. Corro a la cocina, siete y diez. Me hago dos tostadas bien quemadas, las unto con queso y me sirvo leche chocolatada. Siete y veinte. Me lavo los dientes, me abrigo, y busco todas las llaves: las de casa, las del auto y las del portón del garaje. Cierro la puerta de mi apartamento y bajo al subsuelo. Subo al auto, pongo un cd, a esta hora en Oldies Fm está Ariel y no tengo ganas de oír tonterías. Prendo el motor, hago las maniobras pertinentes, subo la rampa y el portón con el control remoto. Siete y veintidós. Cierro el portón. Manejo en el tránsito insufrible de Montevideo del futuro, donde hay más autos que calles, además media ciudad está levantada  porque se avecinan las elecciones y en estas repúblicas bananeras hay que mostrar que “Estamos Trabajando Para Usted”. Siete y cuarenta y cinco. Estaciono. Conseguir un lugar cerca del trabajo es una tarea harto complicada, pero esa es una de las ventajas de entrar bien temprano. A las ocho en punto marco la tarjeta. Ni un minuto tarde. Durante la semana me siento oprimida por el tiempo, soy un robot sistemáticamente programado para ejecutar cada tarea a cierta hora, como los soldados de los ejércitos. ¿Cómo se puede ser libre asfixiada por un reloj? Pienso en Dalí, en la semana soy un reloj derretido en un páramo de la nada. Pero hoy es sábado y el reloj no existe; soy libre. El sonido del timbre interrumpe mi dolce far niente. ¿Quién puede ser? Ya contrariada, respondo: —Un momento —y corro al placard, porque no puedo abrir en jogging desteñidos ni descalza. Busco algo presentable. Es la vecina del apartamento de al lado. —¿Cómo estás? —le digo, extrañada. —No puedo soportar más esto. —¿¿?? —La música. —¿Vos hablás del clarinete? —Si. ¡Una hora cada día! Lo tengo controlado por reloj. —Disculpame, Él tiene que ensayar. —Pero pongan aislante. —¿Creés que este apartamento es un estudio de grabación? ¿Dónde pensás que ensayan los músicos? ¿Creés que todos tienen un estudio particular? —Deberían. —Mirá, si querés, elevá una queja a la asamblea de copropietarios, pero te aviso que la música no es ruido y no hay reglamentación que pueda avalar este reclamo tan ridículo. Una hora de clarinete por día. —Pero además suena un piano —¿El piano te molesta? La que toca el piano soy yo, Él toca el clarinete, además los dos cantamos. Esta casa siempre fue musical. Abel Carlevaro… ¿sabés quién fue Abel Carlevaro?  Vivía en el piso de abajo de mi casa de adolescente. ¿Sabés qué me decía cuando me encontraba en el ascensor? “Tocás muy lindo”. Así que te invito a retirarte de inmediato. Esta casa siempre fue musical, ¿entendiste? —¿Entonces me tengo que mudar? Yo quiero que resolvamos el problema entre nosotras. —Aquí no hay problema, toco flauta dulce desde los siete, piano desde los once, jamás en la vida ningún vecino se quejó. Ya te dije, elevá una propuesta a la asamblea. —Es que no va a pasar nada. —Por supuesto. La música no es ruido. —Se va. Me quedo furiosa. La música no es ruido. Mis oídos tienen memoria. Tan amable Abel Carlevaro, y eso que yo tocaba mucho más de una hora por día el piano, pero cada vez que me encontraba con él en el ascensor me decía que tocaba lindo. Abel Carlevaro no vivía en este barrio concheto y yo tampoco, residíamos en 18 de Julio y Joaquín Requena, él en el 501, y yo en el 601. Mis oídos tienen memoria. El 11 de diciembre de 1981 vino Sui Generis a Montevideo al estadio Luis Franzini. Yo no pude ir, era caro.  En el liceo mis amigas decían: —¿Fuiste a ver a Sui Géneris? —Y a mí, como a todo hijo de la dictadura, no me sonaba ese nombre y eso que amaba el rock. La primera vez que escuché “Sui Géneris”, por una extraña asociación me sonó a “Génesis”, una de mis bandas preferidas. Génesis, no Phil Collins solista, tan comercial. Génesis y su álbum tan poco conocido “And There Were Three”. Mi tema preferido era “Burning Rope”, sus efectos me provocaban subir y bajar de una montaña en zig zag. Pero cuando la banda se separó dejó de conmoverme. No hubo un solo tema que pudiera llegarme de aquel modo. Mis oídos tienen memoria. No pude ir a ver a Sui Generis pero mis amigas cantaban todo el día “Canción para mi Muerte” y “Confesiones de Invierno”, por lo que eso me bastó para ir al piano y sacarlas. Lo que yo desconocía es que la banda había burlado a la dictadura, en realidad el genio era Charly García. Hoy pienso que sólo él pudo decir en “Canción de Alicia En El País” “El sueño acabó, ya no hay morsas ni tortugas”… Tortugas significaba… Torturas. Mis oídos tienen memoria, y mis ojos también, cuando evoco el cielo de 1981 de Montevideo, tan gris… Mi mejor amiga vivía en la calle Morales casi Avenida Italia. En ese tiempo las veredas de Morales eran irregulares porque había casas sin retiro. La calle era empedrada y además daba allí la morgue del Hospital Británico. Cuando me iba para casa, atravesaba el peor lugar, La Plaza de la Bandera, un páramo en ese invierno gris con la bandera que habían puesto los milicos. Montevideo era gris, incertidumbre, silencio, calma antes de la tormenta. Había ojos y oídos en el aire, en el asfalto. Un censor tan omnisciente, tan omnipresente como Dios estaba en todas partes, tenía ojos, pero eran negros. La gente caminaba en formación perfecta, tomando distancia, hombres y varones por orden de altura, uniforme inmaculado, todo perfecto para homenajear a esa bandera satánica que se erigía en esa explanada absolutamente gris, bajo la lluvia y el frío del invierno del sur. Mis oídos tienen memoria. El rock en español, existía. Escondido en sótanos en altillos. Pero existía… mejor dicho… sobrevivía. Sonaba en las catacumbas y en las cloacas. Pero luego asomó de la alcantarilla para ver la luz del día. Y “Cambalache” se vistió de rock. Entonces cantábamos “Uno, dos, ultraviolento” “Uno, dos, ultraviolento”, de una banda cuyo nombre gritábamos para molestar a la autoridad: “Los Violadores”, tan conservadores y puritanos, tan cuidadosos del recato, tanto nos habían reprimido que ignorábamos cuestiones de nuestra sexualidad, porque eso era “Sucio”, o “Asqueroso”. Habíamos estado enceguecidos por la luz fuera de los túneles en que nuestra mente había estado inmersa, aislada, sin saber… Habían sucedido tantas cosas… y nosotros lo más campantes escuchando rock en inglés, totalmente ajenos… Había que hacer justicia, éramos nosotros, los primeros que votamos con 18 años recién cumplidos, éramos nosotros, no había dudas.  Hoy es sábado, el cielo es azul, y ya no queda música. Quizá porque ya nadie quiere rebelarse. Todos están dentro de la Matrix de la tecnología. ¿Cómo es posible que ante un arreglo plano, con dos o tres acordes, y una letra vulgar, anodina, sin contenido, crean que hacen música? La música también está atrapada en la Matrix. Por suerte mis oídos tienen memoria. Y mis ojos también.

Una pausa en el eco de la memoria.

[Pausa] En el mundo del audio existe un abanico de efectos y procesadores de señal digital (DSP), que se emplean para dar color o forma tonal al sonido, es decir, instrumentos reales, virtuales, voces u otras fuentes de audio externas, todo en tiempo real. [Pausa] Cumplí once años y mi dormitorio de niña se transformó en algo parecido a una discoteca: de la pared colgaba un poster de la Bauhaus y en el estante de la biblioteca estaba el tocadiscos Dual. A los varones les gustaba encargarse de poner los discos, se hacían los DJ, aunque en ese 1977 el espectro era muy limitado dados los tiempos que vivíamos: el single con el hit de la canción cantada por una tal Jeanette “Por qué te vas” y los LP del momento: Village People y Abba. El improvisado baile se armó a falta de luces psicodélicas, con la luz apagada y la puerta de mi dormitorio abierta. Bailamos los lentos “tomando distancia”, igual que como nos había enseñado la maestra, estirando el brazo y midiendo. YMCA era el himno del momento, y esa energía la trasladaría a mi “selección musical” futura. Un camino que haría yo sola, el de la música, porque eso era cosa de “varones”. El “Por qué te vas” de Jeanette quedó en el pasado. Los hijos de la dictadura escuchábamos música en inglés, creídos de que la única música en español que existía era la cumbia de los bailes del Palacio Salvo, —qué música terraja — censurábamos, tan imberbes. En 1981 comencé a descubrir temas: de Queen “Another One Bites the Dust” y de B52 “Private Hidaho”. El último año del liceo me cambié al Zorrilla, por decisión propia porque en 1983 me di cuenta de que el ámbito del liceo privado me daba una visión sesgada de la realidad, y la rebeldía que yo tenía en contra de los “chetos” me exasperaba: siempre “de punta en blanco”, no prestaban ni una goma de borrar y por supuesto que todos vivían en Pocitos. Me sentía fuera de lugar, y fue una decisión que tomé sola, quería tener contacto con algo que sabía que existía y que se iba asomando poco a poco entre colores difusos. Así fue que frecuenté con otra gente: a principios de 1984 una de mis nuevas compañeras me preguntó: —¿Vas a ir a ver a Zitarrosa? —. Yo respondí que no, pero lo peor del asunto era que ignoraba quién era. Pero rápidamente ese mundo nuevo me cautivó, era mi lugar natural, bien lejos de los “chetos”. La facultad de Arquitectura terminó mi moldeado perfecto, siempre tuvo eso de “encantado, mágico y prohibido”, los “talleres” nos daban la excusa perfecta para pasar toda la noche de baile y rock. El misterio de la música en inglés quedó resuelto cuando por fin la abyecta dictadura acabó: siempre yo amante de la música “movida” quedé subyugada ante la versión rockera de “Cambalache”, era de una banda uruguaya que se llamaba “Los Estómagos”, incluso tocaron en la Facultad junto con la actuación de la murga “BCG”. Pero… “Riga” y “Soy Escorpión”, eran éxtasis puro,  también de una banda uruguaya llamada “Zero”. La utopía de la izquierda crecía en mi cabeza como el azúcar de algodón rosado que vendían en el Parque Rodó. En 1985 tomé contacto con otro grupo humano absolutamente distinto de todo: es que yo era judía. Mi familia era judía progresista, jamás creí ni creo en dios alguno y mis abuelos fueron comunistas. —¿No vas a ningún lugar de la cole? —Preguntaban azorados. Y no. No iba. No lo necesitaba. —Sos más goi que el agujero del mate —dijeron. Yo era un ser “orgullosamente de izquierda”, rebelde sobre todo con la juventud que no tenía idea de qué era la dictadura y “la cole” ni me iba ni me venía. Pero quizá por aquello de “juntarse con los pares” que todo individuo lleva dentro, un día cedí. El grupo parecía vivir dentro de un micro mundo: —¿Cuál es tu apellido? —¿Qué hacen tus padres? —Esas preguntas me irritaban sobremanera. Yo me vestía de hippie, y me miraban “raro”. En ese micro mundo no existía “el hombre nuevo”. Cuando se aprobó la Ley de Caducidad por el gobierno colorado, no lo pude soportar. Pero éramos muchos los indignados, y en la Facultad empezamos a juntar firmas para poder plebiscitarla. Corría el año de 1987 cuando una tarde mis amigas “del micro mundo” dijeron todas alborotadas que había un grupo “nuevo” con chicos más grandes. Así fue como un sábado de mayo llegamos al lugar más esplendoroso de la colectividad: el templo de la calle Buenos Aires, vestido de gala, había una fiesta y  mucha gente. Era un gran baile, con música “en vivo”. Alguien cantaba. Una voz de barítono, seductora, él tan bien parecido… Pero era “muy grande”, yo tenía veinte años. Ese día hice otro descubrimiento: no me interesaba casarme per.se, quería mi cuento de hadas con alguien distinto: “sí o sí” tenía que cantar, amar la música… y ahí estaba. Él era “I like Chopin” de Gazebo y “Rock me Amadeus” de Falco, la piza al tacho de Tazende, un altillo en una casa del Cordón, una película en el cine Trocadero cuyo nombre olvidé, un pool en un tugurio ochentoso. ¿Se fijaría en mi? Ya era un hombre y yo una estudiante de arquitectura. Además yo era “bolche” y me vestía de hippie. Sin embargo, y por esas extrañas casualidades de la vida, se fijó. Él dice que fueron mis ojos. Que mi mirada lo acompañó durante treinta y un años, ambos sentados en el piano, él cantando y yo tocando. Así estuve, en el eco de su memoria, en pausa. Y luego, vino a mí. [Pausa] En el mundo del audio existe un abanico de efectos y procesadores de señal digital (DSP), que se emplean para dar color o forma tonal al sonido, es decir, instrumentos reales, virtuales, voces u otras fuentes de audio externas, todo en tiempo real. [Pausa] Y la pausa terminó.