Olimareña.

Elsa había trabajado duro para tener su casa propia; puso ladrillo sobre ladrillo  y los unió con mezcla. Cada viernes, después de terminar de trabajar en Montevideo en una casa de familia, se tomaba el ómnibus a General Enrique Martínez, más conocido como “La Charqueada”, y el fin de semana cargaba baldes y ayudaba a levantar paredes. Los lunes llegaba a la capital agotada, pero Elsa era una mujer fuerte y sabía que el esfuerzo no había sido en vano. Al verla, nadie podría imaginar que ella, tan menudita, tenía tanta fuerza y coraje. Es que le quería dar a los hijos una casa, pero una casa de ellos. Por eso era parte de una cooperativa de ayuda mutua del Plan Nacional de Vivienda.

Elsa no había tenido suerte en el amor, tenía dos hijos pero estaba sola; sendos padres se habían evaporado como los granos de arena en el desierto. No había tenido suerte en el amor, pero tenía su casa propia. Había dejado de trabajar en la capital, para criar a la hija chica. El grande ya era un hombre hecho y derecho, con familia constituida.

—Tenés una llamada —me dijo un día el adscripto después de entrar al salón, una soleada tarde de invierno en la mitad de mi clase de lógica. Me pareció raro que me llamaran a la Escuela: —¿Querés acompañarme a llevar a Willy y Muñeca a La Charqueada? —me dijo mi marido —Muñeca perdió al bebé y tuvo que venir a atenderse aquí en Montevideo —Claro —dije.

Era invierno y había sol, yo estaba en el asiento del acompañante y atrás iban Muñeca y Willy. No podía dejar de pensar en ella, había tenido que parir a un bebé muerto con un embarazo de ocho meses, tenía todavía su panza y seguramente todos los dolores de una parturienta, pero no había bebé. No tenía ninguna palabra para decirle, así que hice silencio durante las cinco horas que duró el viaje. Cuando llegamos a Charqueada, era noche cerrada. Yo no sabía que decirle a Elsa, que a pesar de la desgracia, estaba como siempre, fuerte y entera. También nos esperaba Kitty, la hermana de Willy. —¡Gracias por traerlos! —dijo Elsa, emocionada, y yo pensé que era lo mínimo que podíamos hacer ante la magnitud de lo que había pasado. Elsa vivía con Kitty en una casita en cruce de calles, y al lado, vivían Muñeca y Willy. No nos quería dejar ir sin ofrecernos algo de tomar, y también nos mostró la casa, tenía un estar y dos dormitorios,  en el de Kitty había un órgano electrónico apoyado en un escritorio. — Lo toca después que termina de estudiar para el liceo — me dijo Elsa. Pude abstraerme por un instante: el silencio del pueblo, la naturaleza y el cielo estrellado me hicieron pensar en que debíamos volver en otra circunstancia más agraciada.

Dos años más tarde, Elsa nos invitó a pasar la semana de Turismo en Charqueada. Nuestra hija tenía tres años y jugó en la plaza del pueblo, se hamacaba sobre un neumático y se hizo amiga de un gato. Por las noches íbamos al Festival a Orillas del Olimar a oír las guitarras iluminadas por la luz de los fogones y las estrellas. Todos los días, por la callecita de tierra, pasaba un nene de no más de seis años. — Es Eduardo… — nos dijo Elsa. Eduardo usaba unos championes que se le descolgaban de los pies. — Vive solito, aquí a la vuelta de la esquina, no tiene padres, los championes  se los dio una vecina, pero se los dio sin cordones… 

Kitty tuvo que venir a Montevideo para entrar a la facultad de Veterinaria. Vivía en una pensión con otras muchachas del interior y trabajaba en el market de una estación de servicio en el turno de la noche, para poder costear la estadía en la capital.

Lo último que supe fue que Kitty no pudo seguir la facultad. A Elsa no volví a verla, supongo que si voy a La Charqueada la voy a encontrar, en la casita de la esquina.

Otro tiempo.

Hubo un tiempo que en el Uruguay quedaban fábricas. Quizá, fue el mismo tiempo en el que la “Zona Franca” de la ruta 8 se reducía a un galpón rodeado de no más de veinticinco autos “Cero Ká”. Me impresionaba ver tantos autos nuevos juntos: —¿Por qué tantos Alfa Romeo Giulietta juntos? —, esos mismos que veíamos subidos en los camiones que los transportaban desde el Puerto de Montevideo. Cada vez que íbamos y veníamos a Pando no podía dejar de girar la cabeza para contemplar ese predio fantasma, tierra de nadie habitada por autos soñados. Eran los tiempos de La Hilandería, todos los días había que transportar la materia prima para que en Montevideo confeccionaran los sweaters en una fábrica en la que trabajaban costureras. Fue la época en que conocí a Juan. Vivía frente a la vía del tren, en una zona de Pando en que las calles no estaban asfaltadas. Juan no había terminado los estudios básicos pero era tan inteligente que “El Viejo”, dueño de la hilandería, dormía tranquilo porque sabía que no había máquina que se le resistiera. La casa de Juan estaba cercada por carrocerías de automóviles que él compraba al chatarrero. —¿Para qué querés eso, Juan? —le decíamos —Yo a esto lo voy a hacer andar —respondía. Hasta un ómnibus tuvo, de esos 121 “cachila”. — ¿Qué vas a hacer con eso, Juan? — Lo voy a hacer casa rodante. — En otra oportunidad, arregló el motor de una “carcacha” para conectarle una garrafa de súper gas. Y anduvo. Juan era famoso por “sus autos”, pero tenía pendiente la construcción del único baño de la casa, él prefería entretenerse con los fierros, a pesar de que la mujer se lo había pedido tantas veces que ya había perdido la cuenta. —Hoy hice cazuela de mondongo, esa que tanto te gusta —me decía —vengan. —Me encantaba ir a comer a la casa de Juan. Me gustaba la comida de olla, y más, bien “caserita”: —Hoy cacé una mulita, vengan esta noche. —Juan siempre me sorprendía con algún gesto cálido. Un día, cerca del verano, Juan dijo: —Me compré una chacra cerca de Salinas. —Salimos por la ruta 8 y paramos en el almacén Las Barreras a comprar el pan casero. La casa era de costaneros y piso de barro. —¿Qué necesitás para hacer el tuco? —me preguntó. Me trajo zanahorias, tomates, perejil, cebolla, una maravilla, el olor de las verduras recién arrancadas era incomparable. Desde la casa se veía La Laguna, y el sol iba cayendo en medio del campo. Juan tenía un bote a remo, y lo usaba para cazar aves navegando por el agua. Después de cenar nos sentamos a ver las estrellas y aparecieron tres nenes corriendo descalzos, la mayor con un bebé de no más de seis meses en brazos. —¿Y este bebé? —Ah, ¡es Carlitos! —Ya había caído la noche cerrada y estaba demasiado fresco. —¿No tienen frío? —Es que no tienen nada —¿Y los padres? —Los padres se van días enteros para cultivar todos los campos de la zona —¿Pero quién los cuida? —Ellos saben cuidarse solos. —No podía sacarme la imagen de Carlitos de la cabeza, en brazos de la hermana mayor, una nena de no más de seis años. ¿Y si pasaba algo? ¿Y si el bebé se enfermaba? Me indignaba que esos padres dejaran a esos niños solos. Absolutamente solos.

Hubo un tiempo que en Uruguay quedaban fábricas. Ya no queda casi ninguna. Aquella zona franca de la vieja ruta 8 es hoy Zonamérica, una ciudad entera. Hubo un tiempo en que en Uruguay había niños que pasaban hambre. Y ahora… hay muchos más.

Edith.

Edith siempre fue una mujer extraña. El día en que la madre murió, en la cama matrimonial de los padres, trajo una cámara polaroid y comenzó a fotografiarla compulsivamente. La gente que había ido a la casa para darle el pésame estaba azorada mirando a Edith hacer lo que hacía y muchos pensaron que había perdido la razón. Los padres también habían sido raros, se decía que “no comían huevos para no tirar la cáscara”. Se habían hecho una casa nueva allá por los años sesenta, muy racionalista y funcional: en el barrio de Goes, a una cuadra de General Flores, ubicada en planta alta, amplia y luminosa. El living tenía balcones, la cocina, muy amplia estilo americana, y tres amplios dormitorios para Edith y los hermanos: un varón y una mujer. La hermana mayor de Edith, Ruth, era lo opuesto a ella: hablaba inglés a la perfección y era psicóloga, una mujer muy elegante que se llevaba el mundo por delante. Después seguía el varón, Samuel, que era médico, y Edith era la menor. Edith había cambiado “mil veces” de carrera: iba y venía como el cangrejo, finalmente se había decidido por Geología, pero hacía años que era una estudiante eterna. Cuando vinieron de los Estados Unidos los primos del padre de Edith, ella llevó al aeropuerto de Carrasco los siete libros de la “Alianza”. —¿Por qué traés todos esos libros? —preguntaba la gente —Para repasar el inglés —respondía. Años después, Ruth se fue primero a Israel y luego a Estados Unidos, y Samuel siguió sus pasos. Edith se quedó  para cuidar a los padres, para terminar de estudiar y para atender el negocio. Un cáncer se llevó primero al padre, y al poco tiempo la madre lo siguió. —¿Edith, por qué no te vas a Estados Unidos con Ruth y Samuel? —Primero me quiero recibir, y además tengo que atender el negocio —decía. Edith seguía viviendo en aquel caserón poblado de espíritus y fantasmas, todo estaba como lo habían dejado sus padres. —¿Por qué no vendés la casa y te mudás a un apartamento más chico? —Porque estoy cerca del negocio —. La casa seguía con los mismos muebles, con los mismos cuadros. Si bien había sido una casa muy funcional para los años sesenta, parecía un mausoleo que Edith cuidaba con esmero. Ninguno de los tres hermanos había tenido suerte en el amor, las malas lenguas decían que eran tan amarretes que no tenían la menor intención de compartir nada con nadie. Mientras que a Ruth le sobraban pretendientes y se dedicaba a espantarlos, Edith no tenía suerte con los hombres: —Me gusta alguien que conocí pero no me llama… —A veces concretaba una primera cita, pero nunca podía pasar a la segunda. El negocio era una colchonería que quedaba sobre General Flores; un local enorme donde el polvo asfixiaba. —Tengo que limpiar —Pero Edith, ¿por qué no traés a alguien? —Porque me cuesta muy caro —. Los pocos clientes que entraban, se sentían incómodos por tanto polvo. Los colchones descansaban envueltos en nylon, pero la tierra que cubría cada envoltorio era mucha. —Edith, ¿por qué no vendés? —No, tengo que terminar de estudiar —decía. Edith manejaba una camioneta de los años ochenta, y cada vez que podía, andaba en punto muerto para no gastar nafta. Nadie entendía aquel extraño comportamiento, el negocio de colchones había sido próspero y seguramente los padres habían dejado mucho dinero, pero Edith vivía como una pordiosera. —¿Para qué guarda tanto dinero? ¿Se lo va a llevar al cielo? —Decían los chismosos. Finalmente, Edith cerró la colchonería. —Bueno, Edith, ahora sí te vas a ir con tus hermanos —no, no, me tengo que recibir primero. —El asunto era inentendible, la carrera de Geología no podía ser tan larga, pero podría decirse que hacía más de diez años que Edith preparaba parciales y concurría a la facultad. La gente dejó de llamarla y poco a poco fue cayendo en el olvido. Ya hace muchos años los sucesos. No se sabe si Edith sigue viviendo en la casa paterna ni si sigue en la facultad de Geología, o si finalmente se fue a los Estados Unidos. Aunque se cree que sigue en Uruguay, porque los hermanos, fieles a sus “principios” no gastarían ni un centavo para mantenerla en Yanquilandia.

Quién diría que llovería en diciembre.

Quién diría que llovería en diciembre, quien lo diría. Un once de diciembre, a días de haber sido inauguradas las playas el otrora feriado ocho, conocido como “Día de las Playas”, marcado así en el calendario de este país laico. Mi madre me había explicado que a partir del ocho de diciembre empezaban a estar los marineros en las playas, esos que andaban vestidos de blanco por la orilla de las playas capitalinas y vigilaban si alguien se estaba bañando en una zona prohibida. Años más tarde me explicaron que el ocho de diciembre es el día de la Inmaculada Concepción y que ese día todos arman el árbol de Navidad. Sea como sea, es diciembre, hoy llueve y la semana pasada usé ropa de invierno. Quién diría. Quien diría tantas cosas… Quién diría que el año próximo son las elecciones y que la desesperanza es total, quien lo hubiera dicho en 1984… a estas alturas celebrábamos plenos de utopías… Quién diría que ahora nada importa, quién diría que esos jóvenes a los que Pedro y Pablo llamaron “del año 2000” nada les importaría de su pasado porque estarían atados a sus Smarthphones y viviendo ahí adentro.

Nunca había llovido tanto un enero.

Nunca había llovido tanto un enero. Es que ya no existen ni los veranos ni los inviernos. Dicen los que saben que es cosa del cambio climático, del agujero en la capa de ozono. Se acabaron las organizaciones de los armarios para subir y bajar las ropas de invierno y verano. No se sabe si amanecerá frío o caluroso. No se sabe si hay que abrigarse o si la humedad ahogará. No se sabe cuándo dejará de llover. Las fotos de cielos grises en la costa oceánica invaden las redes sociales bajo la leyenda: —Y el verano dónde está. — El verano se fue, la piel lisa y lozana sólo queda en la memoria, las líneas de expresión se dibujan cada vez más nítidas, cada quince días hay que “hacerse la tinta” porque el cabello está blanco, similar al color natural del pelo que está guardado en la memoria. El verano se fue como se fueron los óvulos, como la niñez de los hijos que ya son hombres y mujeres hechos y derechos, como se fueron los padres que cuidan, ahora hay que cuidar padres como si fueran niños. Me cruzo por la rambla con una señora vestida de calzas verdes fluorescentes justas, pelo platinado y largo hasta la cintura y labios pintados de colorado que no acepta las canas, las arrugas ni la edad. Me resulta penoso ver a las “vetependex” encerradas en la obsesión de la juventud eterna. No falta tampoco algún “señor mayor” con short y torso descubierto aunque ya no tiene músculos para mostrar, con el cabello teñido de un beige/amarillito “trillando” a las jóvenes deportistas, deleitándose al ver los músculos en su lugar, ignorando que “no saldrá en la foto”. El joven pregunta: —¿Qué significa trillar? —y el viejo cae en la cuenta de que ya se terminó la década del ochenta; no hay rambla con chicas a las que piropear para llevar al Parque Rodó el jueves a la noche en el auto de “pá”, o el domingo al Valle Miñor, ya no está el jopo  tupido para sacudir al costado, está la pelada o quizá, algún cabello perdido. El caballero recién divorciado se pregunta cómo hacer para “levantar algo” y el hijo de veinte le dice que se inscriba en Tinder. Ya no es necesario el “trabajo de campo” para obtener una cita, adentro del celular está todo incluido. Ya no hay caballeros porque temen a las hordas de las barrabravas “feministas” que los condenarían al cadalso si abrieran la puerta para dejarlas pasar —las damas primero —. Ya no hay femenino ni masculino en sustantivos ni artículos. Nunca había llovido tanto un enero. Nunca habría imaginado que “el futuro” sería así. Me quedo con mi memoria.

A façon.

Recuerdo a mi abuela paterna sentada en la overlock de sol a sol. Mi abuelo Boris había puesto un taller de sacos de caballero a façon en la casa de altos en la que vivían, en la calle Salto esquina Bernabé Rivera. Pero mi abuelo nos dejó cuando yo tenía cinco años recién cumplidos, así que mi padre tuvo que tomar la posta. Podría decirse que yo de niña vivía en el taller. Mi abuelo era el único que usaba la máquina de cortar telas: ponía el molde sobre una gran mesa de madera y luego marcaba la tela con una tiza que era distinta a la que usaba mi maestra de la escuela, suave y sin polvo. El Yeide Boris me decía que la máquina era muy peligrosa y que yo mirara “de lejos”, para luego encenderla y la cuchilla con forma circular de color gris comenzara a girar cortando la pila de tela de un saque. Me encantaba el olor a la tela recién cortada que invadía el aire. Luego de la muerte de mi abuelo, quedó encargado de la máquina de cortar telas Juan. Cada vez que lo veía parado frente a la mesa de madera, con el centímetro colgando del cuello, no podía evitar pensar en el Yeide Boris. ¿Por qué me había dejado sin avisarme? De todos modos yo seguía yendo al taller, era mi segunda casa. Me gustaba recostarme sobre la mesa de madera de Olga. La plancha no era como la de mi madre, había que ponerle agua, pero era un agua “especial”. Yo le preguntaba a Olga cuál era la diferencia con el agua que salía de la canilla de la Ose y ella me contestaba: —Es agua destilada, sólo se vende en las droguerías. —¿Y qué gusto tiene? —No se toma. —¿Y por qué no puedo tomar agua destilada? —Porque te va a hacer mal, te va a doler la barriga. —No me convencía para nada aquella explicación, pero jamás olvidé aquella plancha que debía ser recargada con agua destilada. Mi abuela ocupaba la overlock y frente ella estaba la máquina hilvanadora.  Me gustaba ver ese sector del taller, que ocupaba dos habitaciones de la casa de altos cuya pared en algún momento fue derribada, como el “más importante”: allí estaba mi abuela, y también la mesa de la máquina de cortar telas que tenía la marca de mi abuelo. Me gustaba tocar esa madera y saber que de algún modo lo tenía cerca, a pesar de saber con tan corta edad que jamás volvería a verlo. En el taller sonaba Radio Montecarlo y todas las mujeres escuchaban el programa “Aquí está su disco”: —¿Aquí está su disco? —Buenos días, señor Bello, ¿me podría complacer con un tema? — Y quien llamaba hacía el pedido con dedicatoria incluida. La mayoría eran mujeres que dedicaban el tema a sus novios o a alguien que les gustaba. En esa época yo acompañaba a mi padre a todas partes. Me gustaba pasear en auto. Íbamos a entregar los sacos a “Kennedy”, una tienda que quedaba en la calle Soriano, otras veces íbamos a comprar carne a las carnicerías de Paso Carrasco porque era la época de la veda y mi padre era amigo del carnicero. A veces la excursión era por el día, mi padre hacía dirección de obras porque además de ocuparse del taller de sacos, estudiaba arquitectura. El primo de un amigo suyo se estaba haciendo una casa en Playa Hermosa, y cada vez que íbamos allá primero bajábamos a la playa en Bella Vista. A mi padre le gustaba porque no había arena y estaba lleno de cantos rodados. Muchas veces lo acompañé a la obra de la calle Rincón esquina Ituzaingó, un edifico que terminó siendo de color azul. —¿De este color va a ser? —Sí. —¡Qué lindo! —Es que me parecía un edificio muy moderno o muy osado, con ese color que aún hoy persiste, un tanto desteñido, nada más. Aquella fue la época en que mi padre tuvo una pequeña empresa constructora con un socio. La esposa era modista y me hacía ropa preciosa, recuerdo un trajecito colorado combinado con tela floreada. Vivían cerca de Instrucciones y Coronel Raíz. Ella estaba embarazada y un día mi madre me dijo —Se murió. —Había tenido un parto complicado, y la negligencia médica había acabado con su vida, no con la de la beba. Me ponía muy triste una beba sin mamá, pensaba en cuando fuera creciendo y qué sería de ella. El socio de mi padre y su mujer  habían perdido a su hijo adolescente en un accidente. Un muchacho de bien, que había ido a hacer un mandado al almacén en su bicicleta y lo  habían atropellado. Sabían que el embarazo era de alto riesgo, pero igual lo intentaron. Luego de la muerte de su esposa el socio de mi padre pasaba de “novia en novia”. Mi madre se enojaba muchísimo, y una noche, cuando estábamos en el estudio, una estufa Pod a kerosén inició un pequeño incendio. Mi madre perdió el control y yo me aterroricé. Les gritó a la novia de turno y al socio de mi padre que eran unos irresponsables.

El taller de sacos a façon cerró en 1982, cuando se cayó la tablita. Pero mi abuela siguió viviendo por muchos años más en aquella casa de altos en la calle Salto. Con sus años, todos los días subía y bajaba las escaleras como si nada. Me gustaba comer en la casa de mi abuela, aunque cuando era chica me sentaba en la cocina con un plato de espinacas con un huevo encima. No me gustaba por nada del mundo, aquella verdura era muy amarga pero me la tenía que comer igual. Sin embargo, el huevo pasado por agua solo, me encantaba. Los domingos, cuando vivía mi abuelo Boris, íbamos a almorzar y siempre había el mejor gefilte fish que comí en toda mi vida: mi abuela lo hacía dulce y con jrein, era un manjar. Conforme fui creciendo me gustaba ir los viernes y quedarme a dormir, mirábamos la comedia “Juan y un mundo de veinte asientos”. Seguí yendo hasta el año en que me casé, inclusive. Yo salía de estudiar y mi abuela me esperaba con el almuerzo pronto, porque a la tarde yo le dibujaba los planos con rapidograph a mi padre, que a esas alturas se había recibido de arquitecto y preparaba las clases de dibujo que les daba a mis gurises de la UTU del ciclo básico en Arroyo Seco.

Mi abuela siguió en la casa de la calle Salto hasta que ya no pudo vivir sola. Hace muchos años de eso, no hay abuelos ni taller, pero la casa sigue con su balcón de hierros en la esquina de Salto y Bernabé Rivera.

Cuando son todos.

Mis primeros recuerdos datan del año 1970. Yo iba al kínder del Zhitlovsky, a veces me llevaba mi abuelo Boris caminando. Mi maestra se llamaba Felicia. Todos los días pintábamos en hojas de garbanzo y había “niños malos” que molestaban y “se portaban mal”.  Para la fiesta de fin de año mi abuela me  hizo un traje de lavandera, tenía pollera tableada roja y un delantal blanco. Tomé entonces consciencia del concepto de “año”. Un año era “algo muy largo” para una niña de tres años. Quizá fue ese año, también, que tomé consciencia de que un año “terminaba” y “comenzaba” uno nuevo. 1970 terminaba, y comenzaba 1971. Ese año los troncos de los plátanos se iban pintando de rojo, azul y blanco. Cuando le preguntaba a mi madre porqué pintaban los árboles, mencionaba que tenía que ver con el “Frente Amplio”. Algo “nuevo” y “prohibido”. Yo sabía el nombre del presidente de la república de entonces, Pacheco. Mi madre me explicó que ese año ella votaría, y me dijo que se hacía en un “cuarto secreto”. El día de las elecciones mis padres me dejaron en la casa de mis abuelos maternos y fueron a votar. Al día siguiente le pregunté a mi madre quién había “ganado”. Me respondió que “Bordaberry”. En mi cabeza de niña, además de los años, también cambiaban los presidentes. Mi padre se quejaba de “los tupa”. Decía que eran terroristas asesinos. Pero en nuestra familia había comunistas, no tupamaros. El 27 de junio de 1973, todo cambió. Mi madre me dijo que ya no irían más a votar, porque se había terminado la “Democracia”. Me explicó que ya no había más senadores ni diputados. Yo no entendía: “¿Pero sigue Bordaberry?”, preguntaba rebatiendo el argumento de que al presidente ya no lo elegía “el pueblo”, entonces, por qué Bordaberry seguía si había sido elegido por el pueblo. Mi madre trataba de contestar todas mis preguntas, pero explicarle a una nena de seis años un golpe de estado es complicado. Igual me lo explicó muy bien. Hasta el día de hoy mi madre se acuerda del operativo en el que cayó Sendic, a una cuadra de donde vivíamos, en la Ciudad Vieja. Dice que se escuchó un tiroteo y que la cortina de enrollar quedó durante muchos años con los agujeros de las balas. Cada vez que había alguna reunión familiar, fundamentalmente en la familia de mi padre, faltaba alguien. Un día mi madre me contó que el esposo de mi maestra Felicia, León, estaba “preso”. Poco antes del informativo, todos los días pasaban la cadena de las Fuerzas Conjuntas. Mostraban fotos y repetían la palabra “subversivos”. Le pregunté a mi madre por qué los buscaban. No me dio  una respuesta concreta. Años después, supe que cada día mi madre miraba esas cadenas aterrorizada por si veía a algún conocido. Conforme yo iba creciendo, sabía que vivía en un país en el que había demasiadas cosas prohibidas. Cada vez que le preguntaba a mi madre cuándo habría elecciones nuevamente, me decía: “No sé”. Yo vivía en un país sin presidentes electos. Vivía en un país en el que cuando mi papá me llevaba al corso de 18 de julio, soldados a caballo nos apaleaban para que no camináramos por la calle. Un domingo, mi padre saltaba loco de contento: “¿Qué pasó?” Y me mostró. En mi casa compraban el diario El Día, mi madre me contó que antes compraban “Marcha”, pero que estaba prohibido. En medio de los avisos clasificados, en letras muy pequeñas, decía “milicos putos”. Al día siguiente, el diario El Día fue clausurado por un largo tiempo. Era el año 1980, yo ya tenía catorce años y se venía el Plebiscito. Para que la gente pudiera volver a votar. Los reclames de la tele eran todos por la papeleta del Sí. Y cuando fue el acto del cine Cordón por el No, yo vi con mis propios ojos cómo torturaron a todos los manifestantes. Ganó el Sí. Faltaba poco. En 1983, todos los miércoles mi hermano y yo golpeábamos las cacerolas durante quince minutos, sacábamos cubiertos, ollas y hacíamos muchísimo ruido, que se unía al de todas las cacerolas que golpeaban en todos los balcones de diez y ocho de julio. Hacía un tiempo que se podía pronunciar los nombres de los partidos colorado y blanco, pero no Frente Amplio. Estaba proscripto. Jamás olvidé los troncos de los plátanos pintados en 1971. Mucha agua ha corrido bajo el puente. Al principio, pensaba que el Frente Amplio jamás ganaría las elecciones, vistos los resultados electorales de 1984, 1989, 1994 y 1999. “Las próximas ganan”, me decían. “No”, respondía yo, escéptica. Hasta que en 2004, el Frente Amplio ganó. Yo miraba un millón de veces el informativo, y seguía incrédula. Así lo viví, era un sueño hecho realidad. Fue ese día, cuando Tabaré Vazquez le dijo al pueblo: “Festejen, uruguayos”. Y fue también, el comienzo del fin de mi utopía. Todo seguía como antes. Tabaré Vazquez no era un “dios bueno”, era igual que todos. La corrupción no se iba. Seguía. Me llevó mucho tiempo comprender que en esto de la política no hay “buenos” ni “malos”. Quizá, existen algunas ideologías con las que simpatizo y otras con las que no. Pero a la hora de ocupar la silla de raso bordeau, todo es igual: Clientelismo político, amiguismo y “vueltos”. Ya no soy esa nena de cuatro años que ve los troncos de los plátanos pintados de rojo, azul y blanco. Soy una mujer que detesta cualquier tipo de oficialismo, que es muy parecido al reclame del “Sí” del plebiscito de 1980: “Un país en crecimiento”. Nadie es “bueno”, todos son “malos”. Todos blanquean dinero. Todos están en “la joda”. En mi país, en todo el mundo. Ante cualquier conflicto bélico todos “están” en lo mismo: Tráfico de armas, lavado de dineros, y cero interés por la vida de los que integran los ejércitos. “Eres un patriota”, es la quimera con la que mandan a los imberbes a la guerra, haciéndoles creer que son héroes, cuando tan solo son una pieza entre millones. En ese monstruo llamado política, el honrado tiene dos opciones: o se “aggiorna” o aparece su cadáver en la primer zanja. Cambia el discurso, cambian los paskines, pero la verdad es siempre la misma. Cuando son todos, a uno ya no le interesa más nada.

Corazón de tiza.

“Y no hables más muchacha… corazón de tiza”…

En el cuarto de “soltera” de mi madre, en la casa de la calle Arenal Grande, había una cama replegada en la pared. Una colección de banderines pendía sobre ella, que había traído del viaje a Brasil que hizo en el año 1959 con la facultad de Arquitectura. Cuando me quedaba en la casa de mi abuela, miraba los banderines como obras de arte, los repasaba una y otra vez, pero lo que más me gustaba era el pizarrón. Es que era igual al de la escuela. Me encantaba jugar a “la maestra”, y con la tiza me pasaba horas escribiendo. Creo que siempre tuve vocación de “maestrita”: nunca me molestó que mis compañeros me pidieran ayuda en la secundaria. Es que había materias que me “habían sido dadas”, había nacido para absorberlas e increíblemente, sólo en esas, yo era “una alumna seis”: Idioma Español, Dibujo y Francés. Mis amigas y otras compañeras me pedían ayuda y yo les explicaba desde los distintos acentos del francés hasta la razón de las letras en las proyecciones. Dibujé mis perspectivas isométricas y las de mis amigas. Había un encanto en el asunto de desmenuzar algo complicado para el otro y convertirlo en simple que me subyugaba. Ya siendo estudiante de arquitectura, le expliqué una y otra vez “Integrales y Derivadas” a la amiga con la que preparé el examen de Matemática y absorbí a Le Corbusier, Frank Lloyd Right y Bauhaus cuando estudiamos doce horas un enero del año 1987 para rendir Historia. Me casé con veintidós años y yo tenía muy claro que no quería ser “una chica de su casa”, odiaba esa expresión y la gente que me rodeaba me miraba azorada. El día anterior a mi casamiento estaba preocupada por encontrar un trabajo y la madre de mi novio me dijo: —Mañana te casás, mañana es tu día, ¿cómo podés estar triste por trabajo? —. En esos tiempos, las “chicas casaderas” se concentraban en la preparación de la boda: pasaban un año organizando la fiesta, eligiendo el vestido de novia, pero yo siempre fui atípica: me iba a casar, tenía templo, vestido y fiesta, pero mi cabeza no estaba en esos lugares.  Es que yo nunca sería “una chica de su casa”: por la mañana era estudiante de sistemas y por la tarde, “trabajaba” dibujándole los planos a mi padre con Rapidograph, era arquitecto y profesor de Materiales de la Construcción en la IEC. Al mes de mi casamiento, mi papá me dijo que yo tenía una entrevista en UTU San Salvador con un Inspector de Dibujo. Luego de tres encuentros, me enviaron a Utu Arroyo Seco, para dar la materia a primer año de Ciclo Básico. Me recibió la “Señorita Coordinadora”, una “vieja” con cara de pocos amigos: —¿Y cuántos años tenés? Un poco jovencita… son grupos numerosos y tienen muy mala conducta —. Así fue mi “bautismo de fuego”; con la libreta, las tizas y el borrador me presenté e inmediatamente les pedí que sacaran una hoja de garbanzo y que copiaran una botella que yo había llevado. No me senté ni por un instante en el escritorio; yo paseaba entre los bancos y ellos lo sabían, así que debían de cumplir con la tarea. Les explicaba cómo dibujar, cómo pintar, y cómo hacer las sombras. La Señorita Coordinadora estaba molesta, ella esperaba que yo no pudiera con los grupos. La segunda parte del año tocaba proyecciones. Les enseñé pacientemente los conceptos y las letras. Yo estaba feliz, con veintidós años tenía “el” trabajo: era profesora. No era una administrativa en ningún estudio contable, era profesora y era responsable por todos mis alumnos. A fin de año, estaba tomando un examen, y mi alumna me dijo: —Sabe, profe, mi hermano estudia computación en La Blanqueada—. Ignoraba entonces que en UTU hubiera carreras informáticas. Ese mismo día me puse en movimiento. Tuve muchas entrevistas hasta que lo logré. Había conseguido las materias “Lógica” y “Programación”. —Te toca los sábados de tarde —me dijo el coordinador —sos nueva, y tenés que ganarte el “derecho de piso” —. Aquel era un enorme desafío: No era lo mismo explicar proyecciones que enseñar sistemas. Yo me la pasaba dibujando circuitos lógicos en el pizarrón blanco con dry pen azul. Corregía escritos, hacía promedios. Estaba adaptada, y ya por recibirme. Los horarios eran irregulares y varios días regresaba después de las 23. Yo no era una “señora de su casa”, mi misión era más trascendental: ayudaba a aprender, yo enseñaba. Hasta que en el año 1993, UTU decidió mudar toda la parte de Informática a Villa Muñoz. Habían adquirido el edificio donde otrora funcionara la escuela “Sholem Aleijem”, sito en la calle Constitución e Isla de Gorriti, a una cuadra de donde había vivido mi abuela, en Arenal Grande y Concepción Arenal. Cada vez que pasaba por aquella esquina caminando, no podía evitar pensar en lo lindo que hubiera sido que mis abuelos me hubieran visto ser “profesora” allí, a una cuadra de su casa. Me hubiera encantado ir a “tomar la leche” en las horas puente. El edificio estaba en ruinas. Fue construido a mediados de siglo por los vecinos de la colectividad para que funcionara una escuela judía, una enseñanza primaria complementaria en yidish. La obra tardó dos años y el edificio se inauguró en 1950.  Había sido un lugar señorial, tenía un teatro y hasta pisos de parket. Ver “lo que quedaba” me resultaba desolador. Los cristales de las ventanas estaban rotos, los pisos sin plaquetas, los baños no funcionaban. —En un mes está todo pronto —nos dijeron, pero sabíamos que no cumplirían. Fue un año difícil, los gurises se morían de frío. Yo llegaba a casa tiritando y con las manos llenas de polvo de tiza. Un día de invierno, uno de mis alumnos trajo una guitarra. A la hora del recreo, se puso a tocar y cantó. Era un bálsamo escuchar temas de Sui Géneris en aquel lugar surrealista, helados, sin baños y sin vidrios. Yo estaba en la búsqueda de trabajo como profesional en sistemas, ya me había recibido. Al principio, quise seguir también con la docencia, pero no me daba el cuerpo para todo. Pero nunca voy a olvidar a mis alumnos: cuando quedé embarazada fueron los que me hicieron el primer regalo para mi beba: un par de escarpines blancos y una tarjeta con las firmas de todos. O, cada vez que iba por la calle, cuando oía un —¡Profe! ¿Se acuerda de mi? —. Me resultaba emocionante que luego de años aún me recordaran. A pesar del frío helado, a pesar del polvo de tiza, a pesar de todo lo que les exigía. Nunca fui “una chica de su casa” y nunca lo seré. Porque mi madre me enseñó lo que le había enseñado su madre: el valor de “ser alguien en la vida”, el objetivo de estudiar, y ser independiente. A pesar del polvo de la tiza.

Original.

Muchas señoras presumen porque tienen cuadros “originales” en el living de su casa. No importa si la obra es linda o fea, importaba lucirla. Mi madre decía que no les interesaba el arte ni entendían nada, sólo tenían cuadros porque “las otras” también tenían y no podían ser menos. En casa no había originales, pero esa no era una condición para que no hubiera arte. Apenas di mis primeros pasos, me topé con un cuadro “raro”. Luego me acostumbré a él, a sus extraños “dibujos”: un sol con una bombita adentro, manos y cabezas esparcidas por doquier, todo en blanco y negro. Mi madre sólo me dijo que era de un pintor llamado Picasso y que el cuadro se llamaba “Guernika”. Me conformé con eso, mi cabeza de nena asociaba a Picasso con ese sol con una bombita adentro. Además del Guernika, mi madre tenía otra reproducción de gran tamaño: “Terraza de café por la noche”, de Van Gogh. Pero por alguna extraña razón, el toldo del café yo lo veía como un barco. Es que antes, la gente viajaba mucho en barco. No recuerdo cuándo desaparecieron como medio de trasporte de pasajeros.  En casa, el barco más nombrado era el “Vapor de la Carrera”, porque varios conocidos de mis padres viajaban en él a Buenos Aires.

En casa había un Tocadiscos Dual. Mi madre me había enseñado que la mayoría de los discos se escuchaban en “33”, pero el tocadiscos tenía 4 velocidades. En casa había discos de 16, 45 sencillos de jazz, y de 78. A veces, con mi hermano nos divertíamos poniendo un disco a otra velocidad de la que le correspondía, en 78, sonaba como de “Las Ardillitas”. Cuando tuve seis años, mi madre me mandó a un grupo de “Expresión Musical”. Durante dos horas, nos hacían descalzar y “se me abría el mundo”. Nos repartían diferentes instrumentos de percusión: claves, xilofón, triángulo. Nos hacían caminar y marcar el ritmo.  “Camino”, era la negra, “Corro”, la corchea, y “Paro”, la blanca. Un tiempo después, mi madre me compró una flauta dulce “Aulos”. Venía en una funda de tela que se abría moviendo unos cordeles y era de color marrón y blanco. Se desarmaba en dos partes y traía un palito para limpiarla. La profesora nos enseñó todo sobre aquel nuestro primer instrumento: para limpiar la flauta teníamos que soplar con la hendidura tapada, debíamos desarmarla y ponerle cera en la unión. Las primeras notas que nos enseñó fueron “sol”, “la” y “si”, porque sólo requerían de una sola mano. Así fue que entré fascinada en el mundo de la música. Aprendimos las notas, las figuras, los silencios y la clave de sol. La profesora nos pidió un cuaderno pentagramado y nos mandaba deberes y estudiar la flauta: usábamos un cancionero para niños que traía las partituras. Un día, mi tío le regaló a mi madre un disco nuevo: “El Arte de la Quena”, de Uña Ramos. Lo escuchábamos una y otra vez. Cuando mi madre llegó de trabajar, se quedó estupefacta: yo estaba parada al lado del tocadiscos, y tocaba en mi flauta lo que sonaba en el disco. Luego, lo memoricé. Así fue que comencé a “sacar” canciones. Un año después de haber comenzado el grupo de música, mi madre me mandó a un taller de expresión plástica para niños, llamado “La Gaviota”. Pintábamos con tierra de color, témpera, y hacíamos piezas en barro. Conforme pasaron los años, pasé al grupo de “los grandes”: del barro pasé a la cerámica y de la tierra de color al óleo. La hacía a mi madre fuentes para el horno, pero me daba pena que no me quedaran redondas, siempre se me “torcían”. También le hice un azucarero, y una mini escultura de una mujer. La cerámica “demoraba”: una clase hacíamos la pieza, luego, debía de ir “al horno”, a la clase siguiente la pintábamos. En “La Gaviota”, además de Expresión Plática había un grupo de Expresión Musical. En el salón había un piano, y yo lo miraba extasiada. Corría el año de 1975, y los profesores de música de “La Gaviota” hicieron una función en un teatro en la calle Mercedes y Carlos Roxlo, “Canciones para no dormir la siesta”. A la salida del teatro me dieron un pequeño libro verde con la letra de todas las canciones.

La flauta me tenía aburrida y por fin mi madre accedió a mandarme estudiar piano. El departamento de la profesora, una “señorita” muy “vieja”, era lúgubre y oscuro. La señorita me tomaba las lecciones de “teoría de la música” y de solfeo. Luego, me hacía tocar a Czerny porque decía que eso mejoraba la técnica. Cuando me hizo estudiar “El Negrito”, de Debussy, me encantó. A la clase siguiente, ya la sabía de memoria. La señorita gritaba: —¡Mirá el pentagrama! —pero yo ya sabía todo. Un día, le pregunté a la señorita si podía tocar otra cosa: —¿Otra cosa? —Abba —La señorita estaba furiosa. Me aburría la música que ella me imponía, pero no me permitía tocar otra cosa. Sólo me gustó “Asturias” de Albeniz. La tocaba “rapidito”, me salía linda y hasta el mismísimo Abel Carlevaro, que vivía en el departamento de abajo, me dijo que le gustaba. La casa de la señorita profesora de piano cada día me parecía más oscura. Un día, con solemnidad, le dijo a mi madre: —Esta niña no lee el pentagrama, toca de oído. — Aquello era un rezongo. Por suerte no fui más.

Un día, mi madre llegó a casa muy entusiasmada, con un catálogo en la mano. Me dijo: —Este pintor se llama Torres García. —Yo, miré las láminas. No entendía. Para mí un pintor importante era Blanes, que pintaba cuadros “De Verdad”, como “Fiebre Amarilla”, que me hizo llorar: ese niño que tocaba a su mamá muerta, ¿qué sería de él? Pero esos peces, soles y barcos en rojo, azul y amarillo, me parecían “fáciles”. Le dije a mi madre: —Esto lo puedo hacer yo —. Puse sobre la mesa la lámina, y con mis dry pen lo copié exacto. Mi madre no podía creer que yo “le hubiera copiado” a Torres García.

Cuando terminé la escuela, se terminó “La Gaviota”. Yo ya era “grande”, pasaba al “liceo”. Nunca dejé de seguir tocando mi piano. No necesitaba a la señorita para sacar las canciones que nos gustaban. “You light up my life”, “Ice Castles”, temas de Sui Géneris. Me gustaba mucho cantar, siempre fui “voz A” desde primer año de escuela, pero odiaba el coro del liceo. Nos hacían subir en tarimas, y los temas eran aburridos.

Pasó mucho tiempo antes de que pudiera entender el Guernika. Y a Torres García. Siempre estaré orgullosa de la madre que me tocó. De que me haya inculcado desde niña la música, la pintura, y el valor de las personas por lo que son y no por lo que tienen, siempre me decía “todos somos iguales”. Ahora desde mis canas, ya no creo que todos seamos iguales. En todo caso, unos somos más iguales que otros. El único cuadro original que tengo en mi casa es de Arditii, porque fue un regalo que él me hizo. Y los míos. Mi madre tenía razón, las señoras que presumen sus cuadros no entienden nada de arte.

Elga.

Elga te está saludando Devuelve el saludo Elga: Hola!!! Elga: Hola, que tengas un lindo día. “Elga”. Veamos el perfil de este infeliz. “Amante de la vida”. Elga: Hola, perdón la insistencia, quería decirte que escribís muy bien. (Ufa) Bueno, quizá no me está queriendo levantar, es que una se acoraza ante la horda de energúmenos escondidos tras un monitor que día a día insisten con sus patéticos “Hola!!!” Respondo. Yo: Gracias. Elga: Hola, si no es molestia quisiera hacerte una pregunta. Yo: Claro. (Ufa) Elga: Tengo algo escrito y me gustaría que me dieras tu opinión. (¡Ufa!) Yo: Claro. Elga: “Amante.doc”…. Elga: Y???? (Ufa) Yo: La idea es buena, trabajalo más. Elga: En serio te parece que la idea es buena? (Ufa) Yo: Sí, es buena. Elga: Cuánto hace que escribís? (LPM) Yo: Hace unos años. Elga: A mi siempre me gustó escribir, cómo te llamás? (LPM, imbécil, ¿no ves mi nombre ahí escrito?) Yo: Yo. Elga: No tenés curiosidad por saber cómo me llamo? (Ufa!) Yo: ¿Cómo te llamás? Elga: Ariel, este es  mi apodo. Yo: Qué bien. Elga: Me lo pusieron mis amigos. Yo: Qué bueno. Elga: No me vas a preguntar la etimología de mi Nick? (LPM!) Yo: Decime. Elga: Elga es por “El Galán”, así me decían mis amigos. (Juás) Yo: ¡Pero qué bien! Elga: ¿Viste mi foto de perfil? (Ufa) Yo: No. Elga: Me dicen así porque siempre quieren salir conmigo. (Juás) Yo: ¡Pero qué bien! Elga: Te lo voy a contar a vos, pero no le cuentes a nadie. Yo: Claro. Elga: Mi ex mujer era la novia de Saúl. Yo: Mirá vos. Elga: Eran novios desde el liceo.  Un día, Ethel me llamó por teléfono y me dijo que quería hablar conmigo. Fuimos a comer una pizza. Y me dijo que me amaba. La verdad es que yo siempre supe que Ethel estaba muerta conmigo. Yo: ¡Qué ganador! (Juás). Elga: Gracias. (Imbécil!) Yo: ¿Y qué pasó? Elga: Ethel le cortó a Saúl. Yo: ¿Y por qué te separaste? Elga: Las mujeres son todas unas histéricas. Yo: ¿Ella te dejó? Elga: No! Yo la dejé! Y no sabés, me empezó a acosar. Me llamaba un millón de veces por día, me decía que no podía vivir sin mi. A todas las novias que tuve les decía que yo seguía con ella. Podés creer? Yo: Muy interesante. Elga: Todas mis novias querían casarse conmigo. (Juás) Yo: ¿Te volviste a casar? Elga: No,no, las dejé a todas. (Juás) Yo: ¿Tenés hijos? Elga: No, menos mal, porque con esa loca acosadora, andá a saber. Yo: Claro. Elga: Ahora es más fácil, no tengo que salir a encarar, con Internet es genial. Yo: Claro. (Juás). Elga: Pero vos sos distinta. (Juás, juás) Elga: Con vos se puede hablar, sos inteligente. (Ufa) … Miralo vos a Ariel. Claro que le decían “Elga”. Pero por “El Ganso”. ¡Ni loca le digo que lo conozco! Por eso me tiró los galgos, es un plomazo. Es que no alcanza con ser buenmozo, si no hay algo en la cabeza… ¿Cómo olvidar a Ariel? El padre le prestaba “La Bemba” negra y salía a correr picadas por la Rambla de Punta Carretas, la usaba de autopista. Ariel siempre se encontraba con alguna “gomera”. Se miraba en el espejo y tenía un tic que sacudía el jopo al costado. Ariel y Saúl eran de esos especímenes que iban a trillar al Parque Rodó y al Valle Miñor. Decían que esas mujeres no eran “para casarse”. Ethel… ¿Cómo olvidarla? La típica cheta que miraba por encima del hombro porque “pá” era dueño de NoSeQué Fábrica. Pero como no podía ser de otra manera, “pá” quebró en los noventa. Ethel dejó a Saúl por Naúm, un amigo… de “pá”. Es que Naúm podría ser el padre… no… ¡el abuelo! de Ethel. —¡Qué enamorada está Ethel! La fiesta de casamiento fue la mejor del año… —Billetera mata galán, dicen. Se los ve por la rambla cada dos por tres. Ethel luce calzas ajustadas floreadas para que todos vean sus curvas, que Naúm debe de haber pago. Naúm anda de shortcito, con el torso desnudo, al abuelito los colgajos se le mecen mientras corre con el aparato en el brazo que controla el pulso, los kilómetros… el viejo quiere sentirse pendejo, por eso se casó con Ethel, que a la vez quiere sentirse adolescente. Es la pareja “vetependex” del momento. Ariel, también corre y elonga en la rambla y se compró la tienda entera de “Nike”. Le gusta la ropa deportiva flúo, será para que las pendejas le aprecien la musculatura en su máximo esplendor, es un vigoréxico.  Miralo, así que “Amante de la Vida”. ¿Qué será lo que habrá escrito? “Amante.doc”. ¡Por favor! Recortó y pegó frases de Paulo Coelho. ¡Una tras otra! A ver sus fotos. Obviamente, son todas de “El mismo”. Se ve que es “el maestro de la selfie”. Con remera verde flúo. Con remera naranja flúo. Ajustada, para que todo el “mujererío” del “face” aprecie la “mercadería”. A ver qué más tiene. Fotos con amigos. En Río. En el Mundial. Obvio. ¿Cómo  no iban a ir al Mundial? A ver qué más tiene. “Elga ha firmado la Petición YoQuéSé en Charge.com. “ A ver qué más tiene. “La vida empieza cada cinco minutos”. ¿100 likes? A ver qué le comentan: “Cierto”. “¡Cuánta razón!”. A ver qué más tiene. “Fueron semillas mis errores”. Oh, my god. ¡500 likes! “La felicidad no es algo hecho. Proviene de tus propias acciones”. ¡1000 likes! No puede ser. Tiene un montón de seguidores. A ver qué más tiene. “No te pierdas mi próximo libro” ¿Libro? A ver. ¡No! ¡Amante es un libro! ¡Esa porquería plagada de lugares comunes! No. No. No. ¡No! “Próximo Taller, comienza en marzo”. ¿Taller? “Técnicas de motivación”. No. No. No. Hay fotos desde hace cuatro años. ¿Cuatro años lleva diciendo imbecilidades y la gente todavía le paga? No. No. No. “Coach Motivacional” “Levantate todos los días con una sonrisa, Maestro Elga” ¿Maestro Elga? Elga: Estás ahí???? (Noooo!) Yo: Si. Elga: Te decía que con vos se puede hablar, sos inteligente pero me parece que necesitás energía. (Nooo!) Yo: ¿? Elga: Yo creo en la energía. Yo: Ah… Elga: ¿Viste mi foto en Machu Pichu en la cima del monte más alto? Ese es uno de los puntos de máxima energía en el mundo. Yo: Mirá vos. Elga: Es que te siento muy dark. Yo: ¿? Elga: Vivís la vida con mucho estrés. Es que tu energía es negra. (Juás) Yo: ¿En serio? Elga: ¿Sos feliz? Yo: ¿? Elga: Vos no sos feliz. Yo: ¿Ah, no? (Juás) Elga: Sos muy negativa. La vida es amor y felicidad. Yo: Mirá vos. Elga: Me gustaría invitarte a una charla. (Infeliz!) Yo: ¿Charla? Elga: No, no te estoy invitando a salir, claro que si querés salir conmigo no te diría que no. (¡Imbécil!) Yo doy charlas motivacionales y estoy seguro de que tu energía va a tener los colores del arcoíris, sólo tenés que venir. Yo: Mirá vos. Elga: Mirá vos siempre contestás eso, por eso tu energía es negra, Mirá vos significa en el Mapa de Energías que te estás boicoteando la posibilidad de ser feliz, estás cerrando las puertas de tu felicidad. Yo: ¡Pah! Elga: ¿Y? Yo: ¿? Elga: ¿Salimos esta noche?