Olimareña.
Elsa había trabajado duro para tener su casa propia; puso ladrillo sobre ladrillo y los unió con mezcla. Cada viernes, después de terminar de trabajar en Montevideo en una casa de familia, se tomaba el ómnibus a General Enrique Martínez, más conocido como “La Charqueada”, y el fin de semana cargaba baldes y ayudaba a levantar paredes. Los lunes llegaba a la capital agotada, pero Elsa era una mujer fuerte y sabía que el esfuerzo no había sido en vano. Al verla, nadie podría imaginar que ella, tan menudita, tenía tanta fuerza y coraje. Es que le quería dar a los hijos una casa, pero una casa de ellos. Por eso era parte de una cooperativa de ayuda mutua del Plan Nacional de Vivienda.
Elsa no había tenido suerte en el amor, tenía dos hijos pero estaba sola; sendos padres se habían evaporado como los granos de arena en el desierto. No había tenido suerte en el amor, pero tenía su casa propia. Había dejado de trabajar en la capital, para criar a la hija chica. El grande ya era un hombre hecho y derecho, con familia constituida.
…
—Tenés una llamada —me dijo un día el adscripto después de entrar al salón, una soleada tarde de invierno en la mitad de mi clase de lógica. Me pareció raro que me llamaran a la Escuela: —¿Querés acompañarme a llevar a Willy y Muñeca a La Charqueada? —me dijo mi marido —Muñeca perdió al bebé y tuvo que venir a atenderse aquí en Montevideo —Claro —dije.
Era invierno y había sol, yo estaba en el asiento del acompañante y atrás iban Muñeca y Willy. No podía dejar de pensar en ella, había tenido que parir a un bebé muerto con un embarazo de ocho meses, tenía todavía su panza y seguramente todos los dolores de una parturienta, pero no había bebé. No tenía ninguna palabra para decirle, así que hice silencio durante las cinco horas que duró el viaje. Cuando llegamos a Charqueada, era noche cerrada. Yo no sabía que decirle a Elsa, que a pesar de la desgracia, estaba como siempre, fuerte y entera. También nos esperaba Kitty, la hermana de Willy. —¡Gracias por traerlos! —dijo Elsa, emocionada, y yo pensé que era lo mínimo que podíamos hacer ante la magnitud de lo que había pasado. Elsa vivía con Kitty en una casita en cruce de calles, y al lado, vivían Muñeca y Willy. No nos quería dejar ir sin ofrecernos algo de tomar, y también nos mostró la casa, tenía un estar y dos dormitorios, en el de Kitty había un órgano electrónico apoyado en un escritorio. — Lo toca después que termina de estudiar para el liceo — me dijo Elsa. Pude abstraerme por un instante: el silencio del pueblo, la naturaleza y el cielo estrellado me hicieron pensar en que debíamos volver en otra circunstancia más agraciada.
Dos años más tarde, Elsa nos invitó a pasar la semana de Turismo en Charqueada. Nuestra hija tenía tres años y jugó en la plaza del pueblo, se hamacaba sobre un neumático y se hizo amiga de un gato. Por las noches íbamos al Festival a Orillas del Olimar a oír las guitarras iluminadas por la luz de los fogones y las estrellas. Todos los días, por la callecita de tierra, pasaba un nene de no más de seis años. — Es Eduardo… — nos dijo Elsa. Eduardo usaba unos championes que se le descolgaban de los pies. — Vive solito, aquí a la vuelta de la esquina, no tiene padres, los championes se los dio una vecina, pero se los dio sin cordones…
Kitty tuvo que venir a Montevideo para entrar a la facultad de Veterinaria. Vivía en una pensión con otras muchachas del interior y trabajaba en el market de una estación de servicio en el turno de la noche, para poder costear la estadía en la capital.
Lo último que supe fue que Kitty no pudo seguir la facultad. A Elsa no volví a verla, supongo que si voy a La Charqueada la voy a encontrar, en la casita de la esquina.