El día en el que lloré.

En 1991 yo ya era madre. Lejos estaban mis épocas de paladear el rock como ese maní con chocolate Águila, que venía en una caja larga de color amarillo y azul. Yo era una “señora” y todo eso había quedado flotando en la nebulosa, en “stand by”. Las responsabilidades con 25 años eran muchas: trabajar, recibirme, y cuidar a mi beba. No había tiempo para pensar en otras cosas, los noventa se me escaparon como los granos de arena del desierto, todo lo contrario de los ochenta, que se estiraban en la palma de mi mano como el chicle “Ploc” y yo siempre podía volver allí. La década del noventa sería la última del siglo XX, sólo eso sabía. El nombre de Gorbachov y la palabra Perestroika flotaban en el aire pero a mi apenas me rozaban. Tampoco me aplastó el muro de Berlín cuando cayó.

Es que ser una “señora”, como me había dicho el chico de la farmacia, al día siguiente de haberme casado, me había marcado para siempre. “Señora”…, porque dos días antes el mismo empleado de la farmacia me habría dicho “Señorita”. En aquel tiempo existía un respeto que hoy se evaporó y a una le decían o Señorita o Señora. “Señorita” yo lo asociaba a mi edad, y “Señora” lo asociaba a la edad de mi madre o a la de cualquier “vieja”. Yo era una “Señora” y las señoras no escuchaban rock. Las señoras se ocupaban de la casa y del marido. Quizá por eso, cuando el 24 de noviembre y estando en casa de mi madre con mi beba en brazos alguien me dijo “se murió Freddy Mercury”, yo lloré.  Lo pensé cantando “Barcelona” con Montserrat Caballé, y caí en la cuenta de que ya no cantaría más. Freddy Mercury estaba muerto.

En 1980 mi madre me mandaba a estudiar para el liceo y yo me encerraba en mi dormitorio. Entonces me ponía auriculares y los conectaba a la radio Hitachi de mi padre. Al mover el dial un sonido me atrapó: “pum / pum /pum / pum-pum-pum-pum-pum”. Esperé a escuchar al dj y dijo que el tema se llamaba “Another One Bites The Dust” y que la banda que la cantaba era Queen. Yo tenía trece años. Ese fue el momento, quizá, en el cual el rock se me reveló de un modo en el cual nunca más podría dejar de oírlo. Vivirlo. Gozarlo. Interpretarlo. Mientras mi madre me creía estudiando para el liceo, yo me iba metiendo en el corazón del rock, de las bandas, me sentaba en  el piano y sacaba los ritmos, los tonos, las notas. Yo era la única de mis amigas que sabía de “esas cosas”. Estaba al tanto de los rankings, de lo que iba apareciendo en el mercado.

Será por todo eso que ayer, como el 24 de noviembre de 1991, lloré. Freddy Mercury moriría irremediablemente, y aquel era uno de sus últimos recitales. Me sentí en Wembley, en Live Aid. Arriba del escenario. Abajo. Freddy Mercury estaba vivo otra vez. En la época de Live Aid y USA for África,  1985, yo me la pasaba cantando el tema “We Are the Word”. Freddy Mercury estaba vivo otra vez, pero para volver a morir, como ha muerto la música de la buena, como ha muerto una época dorada.

No me importó que la película fuera mediocre. Lo que lo valió todo fue el recital de Wembley y sentirme ahí adentro.

Quién diría que llovería en diciembre.

Quién diría que llovería en diciembre, quien lo diría. Un once de diciembre, a días de haber sido inauguradas las playas el otrora feriado ocho, conocido como “Día de las Playas”, marcado así en el calendario de este país laico. Mi madre me había explicado que a partir del ocho de diciembre empezaban a estar los marineros en las playas, esos que andaban vestidos de blanco por la orilla de las playas capitalinas y vigilaban si alguien se estaba bañando en una zona prohibida. Años más tarde me explicaron que el ocho de diciembre es el día de la Inmaculada Concepción y que ese día todos arman el árbol de Navidad. Sea como sea, es diciembre, hoy llueve y la semana pasada usé ropa de invierno. Quién diría. Quien diría tantas cosas… Quién diría que el año próximo son las elecciones y que la desesperanza es total, quien lo hubiera dicho en 1984… a estas alturas celebrábamos plenos de utopías… Quién diría que ahora nada importa, quién diría que esos jóvenes a los que Pedro y Pablo llamaron “del año 2000” nada les importaría de su pasado porque estarían atados a sus Smarthphones y viviendo ahí adentro.

Original.

Muchas señoras presumen porque tienen cuadros “originales” en el living de su casa. No importa si la obra es linda o fea, importaba lucirla. Mi madre decía que no les interesaba el arte ni entendían nada, sólo tenían cuadros porque “las otras” también tenían y no podían ser menos. En casa no había originales, pero esa no era una condición para que no hubiera arte. Apenas di mis primeros pasos, me topé con un cuadro “raro”. Luego me acostumbré a él, a sus extraños “dibujos”: un sol con una bombita adentro, manos y cabezas esparcidas por doquier, todo en blanco y negro. Mi madre sólo me dijo que era de un pintor llamado Picasso y que el cuadro se llamaba “Guernika”. Me conformé con eso, mi cabeza de nena asociaba a Picasso con ese sol con una bombita adentro. Además del Guernika, mi madre tenía otra reproducción de gran tamaño: “Terraza de café por la noche”, de Van Gogh. Pero por alguna extraña razón, el toldo del café yo lo veía como un barco. Es que antes, la gente viajaba mucho en barco. No recuerdo cuándo desaparecieron como medio de trasporte de pasajeros.  En casa, el barco más nombrado era el “Vapor de la Carrera”, porque varios conocidos de mis padres viajaban en él a Buenos Aires.

En casa había un Tocadiscos Dual. Mi madre me había enseñado que la mayoría de los discos se escuchaban en “33”, pero el tocadiscos tenía 4 velocidades. En casa había discos de 16, 45 sencillos de jazz, y de 78. A veces, con mi hermano nos divertíamos poniendo un disco a otra velocidad de la que le correspondía, en 78, sonaba como de “Las Ardillitas”. Cuando tuve seis años, mi madre me mandó a un grupo de “Expresión Musical”. Durante dos horas, nos hacían descalzar y “se me abría el mundo”. Nos repartían diferentes instrumentos de percusión: claves, xilofón, triángulo. Nos hacían caminar y marcar el ritmo.  “Camino”, era la negra, “Corro”, la corchea, y “Paro”, la blanca. Un tiempo después, mi madre me compró una flauta dulce “Aulos”. Venía en una funda de tela que se abría moviendo unos cordeles y era de color marrón y blanco. Se desarmaba en dos partes y traía un palito para limpiarla. La profesora nos enseñó todo sobre aquel nuestro primer instrumento: para limpiar la flauta teníamos que soplar con la hendidura tapada, debíamos desarmarla y ponerle cera en la unión. Las primeras notas que nos enseñó fueron “sol”, “la” y “si”, porque sólo requerían de una sola mano. Así fue que entré fascinada en el mundo de la música. Aprendimos las notas, las figuras, los silencios y la clave de sol. La profesora nos pidió un cuaderno pentagramado y nos mandaba deberes y estudiar la flauta: usábamos un cancionero para niños que traía las partituras. Un día, mi tío le regaló a mi madre un disco nuevo: “El Arte de la Quena”, de Uña Ramos. Lo escuchábamos una y otra vez. Cuando mi madre llegó de trabajar, se quedó estupefacta: yo estaba parada al lado del tocadiscos, y tocaba en mi flauta lo que sonaba en el disco. Luego, lo memoricé. Así fue que comencé a “sacar” canciones. Un año después de haber comenzado el grupo de música, mi madre me mandó a un taller de expresión plástica para niños, llamado “La Gaviota”. Pintábamos con tierra de color, témpera, y hacíamos piezas en barro. Conforme pasaron los años, pasé al grupo de “los grandes”: del barro pasé a la cerámica y de la tierra de color al óleo. La hacía a mi madre fuentes para el horno, pero me daba pena que no me quedaran redondas, siempre se me “torcían”. También le hice un azucarero, y una mini escultura de una mujer. La cerámica “demoraba”: una clase hacíamos la pieza, luego, debía de ir “al horno”, a la clase siguiente la pintábamos. En “La Gaviota”, además de Expresión Plática había un grupo de Expresión Musical. En el salón había un piano, y yo lo miraba extasiada. Corría el año de 1975, y los profesores de música de “La Gaviota” hicieron una función en un teatro en la calle Mercedes y Carlos Roxlo, “Canciones para no dormir la siesta”. A la salida del teatro me dieron un pequeño libro verde con la letra de todas las canciones.

La flauta me tenía aburrida y por fin mi madre accedió a mandarme estudiar piano. El departamento de la profesora, una “señorita” muy “vieja”, era lúgubre y oscuro. La señorita me tomaba las lecciones de “teoría de la música” y de solfeo. Luego, me hacía tocar a Czerny porque decía que eso mejoraba la técnica. Cuando me hizo estudiar “El Negrito”, de Debussy, me encantó. A la clase siguiente, ya la sabía de memoria. La señorita gritaba: —¡Mirá el pentagrama! —pero yo ya sabía todo. Un día, le pregunté a la señorita si podía tocar otra cosa: —¿Otra cosa? —Abba —La señorita estaba furiosa. Me aburría la música que ella me imponía, pero no me permitía tocar otra cosa. Sólo me gustó “Asturias” de Albeniz. La tocaba “rapidito”, me salía linda y hasta el mismísimo Abel Carlevaro, que vivía en el departamento de abajo, me dijo que le gustaba. La casa de la señorita profesora de piano cada día me parecía más oscura. Un día, con solemnidad, le dijo a mi madre: —Esta niña no lee el pentagrama, toca de oído. — Aquello era un rezongo. Por suerte no fui más.

Un día, mi madre llegó a casa muy entusiasmada, con un catálogo en la mano. Me dijo: —Este pintor se llama Torres García. —Yo, miré las láminas. No entendía. Para mí un pintor importante era Blanes, que pintaba cuadros “De Verdad”, como “Fiebre Amarilla”, que me hizo llorar: ese niño que tocaba a su mamá muerta, ¿qué sería de él? Pero esos peces, soles y barcos en rojo, azul y amarillo, me parecían “fáciles”. Le dije a mi madre: —Esto lo puedo hacer yo —. Puse sobre la mesa la lámina, y con mis dry pen lo copié exacto. Mi madre no podía creer que yo “le hubiera copiado” a Torres García.

Cuando terminé la escuela, se terminó “La Gaviota”. Yo ya era “grande”, pasaba al “liceo”. Nunca dejé de seguir tocando mi piano. No necesitaba a la señorita para sacar las canciones que nos gustaban. “You light up my life”, “Ice Castles”, temas de Sui Géneris. Me gustaba mucho cantar, siempre fui “voz A” desde primer año de escuela, pero odiaba el coro del liceo. Nos hacían subir en tarimas, y los temas eran aburridos.

Pasó mucho tiempo antes de que pudiera entender el Guernika. Y a Torres García. Siempre estaré orgullosa de la madre que me tocó. De que me haya inculcado desde niña la música, la pintura, y el valor de las personas por lo que son y no por lo que tienen, siempre me decía “todos somos iguales”. Ahora desde mis canas, ya no creo que todos seamos iguales. En todo caso, unos somos más iguales que otros. El único cuadro original que tengo en mi casa es de Arditii, porque fue un regalo que él me hizo. Y los míos. Mi madre tenía razón, las señoras que presumen sus cuadros no entienden nada de arte.

Escucha, yo vengo a cantar.

Me gustaba canto. Nos sentaban a todos en un salón con sillas continuas, como las del cine  pero de madera, la parte de abajo del asiento se levantaba para poder apilar las filas de sillas contra la pared. Un día, el profesor nos dijo que nos haría una “prueba de voz”, se sentó al piano y nos hizo pasar de a uno. Tocaba “do re mi fa sol fa mi re do” “do do#”… e iba subiendo las escalas de a medio tono. Nosotros teníamos que cantar las notas que oíamos y luego él decidía si éramos “Voz A” o “Voz B”. Así fue como quedé separada de mis amigas, y de casi todos, yo era “Voz A”, pero la mayoría era “Voz B”. Pronto entendí que la “Voz A” significaba poder cantar y la “Voz B”, la total incapacidad para aquel asunto. Año tras año, cada comienzo seleccionaban las voces, y sistemáticamente yo quedaba separada de los demás. La “Voz A” entre otras cuestiones, hacía “el solo” del Himno Nacional: “Libertad libertad orientales… este grito a la patria salvó…” Supe después, que el reducido grupo que formábamos, debía de asistir a eventos importantes del colegio, éramos “El Coro”, recuerdo uno en particular, en la sala “18 de Mayo”, teatro que los milicos le robaron a “El Galpón”, un año después de su apertura, en 1976, porque antes era “El Galponcito”, en Mercedes y Carlos Roxlo. El “Nuevo Galpón”, quedaba en la mismísima 18 de julio. Cantar en la sala “18 de mayo” me desagradaba profundamente. Un año hasta me inventé una voz nueva con la secreta esperanza de ser descartada del coro, pero no tuve suerte. Mi voz era soprano, y creí que agravándola, no quedaría, pero para mi desgracia, me pusieron con los contraltos. Conforme estábamos en el liceo y nos íbamos haciendo adolescentes, los compañeros se tomaron en serio el asunto del coro. Iban a los eventos vestidos con toga, con gran pompa y solemnidad, pero yo era una rebelde sin causa. El día que cantara, no serían las canciones “De la Patria”, sino las que me gustaran, y menos aún, vestida de ese modo. A esas alturas ya tenía muy claro que amaba profundamente la música, pero no la clásica que me hacía tocar la Señorita Profesora de Piano, sino la otra, la que gritaba y se rebelaba: el rock. Un día le pregunté dentro de mi ingenuidad infantil si no era posible poder tocar otra cosa: —¿Qué otra cosa hay sino lo que tocamos aquí? —Yo pensé en los “bailes lluvia” que hacíamos con los compañeros de la escuela, los varones se ocupaban de tocadiscos y pasaban “Abba” o “Village People”. —Abba —respondí. —¿Abba? ¿Qué es eso? —se horrorizó la señorita. —Un grupo de músicos suecos. —¡De ninguna manera! ¡La música moderna no es música! —me retó. Yo quería tocar, pero no música clásica. Al menos, no quería tocar solamente música clásica. Así que debería de arreglármelas sola. No podía ser tan complicado. Ya había sacado los carnavalitos del disco de mi madre en la flauta dulce. Así fue como empecé a tocar sola. La Señorita no tardó mucho tiempo en llamar a mi madre para recriminarle que yo no leía el pentagrama, y que no prestaba atención sino que “me sabía todo de memoria”. Para la señorita, eso era inadmisible, todas sus alumnas rendían examen en el Conservatorio Hugo Balzo, pero yo jamás me sometería a semejante escrutinio de señores acartonados. Por suerte, la señorita le dijo a mi madre que yo no tenía futuro, así que no me seguiría dando clase. Yo estaba feliz. Sabía lo necesario: el resto vendría solo. A medida que iba descubriendo nuevas bandas gracias a CX 32 Radiomundo y CX 50 Radio Independencia, mi “repertorio” se iba ampliando, todo estaba guardado en la memoria. Estaba sola en el asunto, a mis amigas no les interesaba demasiado la música, sí la bailaban y la escuchaban, pero nada más. Yo la desmenuzaba. La clasificaba. La analizaba. La reproducía. Pasaba mis fines de semana de adolescente buscando temas para armar mis cassettes, esos que sonaban mal para los chetos, pero para mí, eran sagrados. El día se me iba adentro de la música. Mi madre invadía mi sagrado recinto: mi dormitorio de adolescente, con la pared pintada de rosado, color que yo misma había elegido cuando nos mudamos al apartamento, con nueve años de edad. Tenía además, un poster de “Grease”, y otro de Elton John. Además de uno que mi madre me regaló cuando la exposición de la Bauhaus vino a Uruguay, sobre un fondo gris descansaban un triángulo amarillo, un círculo azul y un cuadrado rojo. Yo era una niña, pero me gustaba mucho aquel afiche, así que pregunté si lo podía pegar en mi cuarto y me dieron permiso. Como no sabía de dónde sacar las letras de las canciones que estaban de moda, ir a las aburridísimas clases del Anglo me sirvió para algo: ponía el cassette, escuchaba una frase, la anotaba en una hoja de papel, y así obtuve todas las letras. Quizá por eso, cuando irrumpió el rock en español post-dictadura, aluciné. Me encantaban Los Estómagos, Zero y Los Tontos en último lugar. No le encontraba ningún sentido a la canción del Puré, me parecía tonta. Pero Cambalache en versión de los Estómagos me “podía”. Ni que hablar de Riga o Soy Escorpión de Zero. Los fui a ver al teatro de verano, y ¡cómo sonaban! ¡Zero era grande! Cuando Montevideo organizó un Festival de Rock, entendí que el fenómeno del rock post dictadura no era una tontería, sino que iba a pasar a la posteridad. Y aluciné cuando vinieron Los Abuelos de la Nada a cantar en las canteras del Parque Rodó. ¡Un recital gratuito! Había muchísima gente, aún estaba vivo Miguel Abuelo. Yo escuchaba muchas bandas argentinas que me encantaban: Virus, Git, Los Violadores… nos pasábamos cantando “Uno, dos, utraviolento… Y ahora qué pasa, eh?” Dada mi formación (o deformación, como se lo quiera llamar)… yo no tenía el menor apego por la música popular. Cuando me casé, mi suegra me dio una bolsa enorme que era de mi marido. Tenía de todo: cassettes y discos de pasta. Era la música que él escuchaba en su aliá… puse los casettes: uno era de temas del grupo “América”. Yo sólo conocía “You can don magic”, que ocupó un lugar importante en el ranking en 1982, pero ningún otro tema. Me volví a maravillar con todo lo que descubrí. América era mucho más que “You can do magic”. Y puse un disco de pasta. Era de Daniel Viglietti. La única canción suya que conocía era “A desalambrar”. Los LP eran “Canciones para el hombre nuevo” y “Canciones chuecas”. No los escuché, los deglutí. Era música absolutamente distinta a la que yo escuchaba… luego me enteré que no era que en casa no les gustara Viglietti, sino que mi madre durante la dictadura sacó todos los discos por temor.  Cuando nació mi hija mayor, para dormir le cantaba “Yo nací en Jacinto Vera”, sumada a dos de María Elena: “El Jacarandá” y “El país de Nomeacuerdo”.

Me gusta cantar y me acuerdo de todo. Será por eso que ahora no encuentro a nadie que iguale a mis referentes. O será que ya no existen, por eso Mick Jagger llegó a Montevideo en Febrero de 2016, con 72 años, y fue una multitud al Estadio Centenario. Será porque ahora no encuentro referentes, que el único día que me gusta ir a bailar es el 24 de agosto, porque pasan la música de mi época. No soy una nostálgica infeliz. No vivo apegada al pasado. Quizá, soy demasiado escéptica, de eso se trata.

Era Montevideo que hacía sombra.

Era Montevideo que hacía sombra —me digo —la ciudad espectral resignada de memorias de cadáveres se erigía en el escenario en todo su esplendor: sobrevivientes de lo ignorado se gestaban en la matriz resignada, no natos perfectos rutinarios y obedientes, era Montevideo que flotaba en el limbo de la nada, la juventud obediente transitaba las aceras de la norma degustando algodón azucarado rosado. —Eso tiene gusto a nada y hace mal —me dijo mi madre aquella tarde en el Parque Rodó al ver a los niños con aquella maravilla. —Por favor —insistí —No, eso tiene gusto a nada y hace mal. —Montevideo tenía gusto a nada y hacía mal, los días sucedían a las noches en el predecible orden de los acontecimientos, Montevideo estaba encandilada por luces psicodélicas para no ver su sombra de cloacas de gente con la boca sellada —Y la vida también —que no podía gritar (no debía gritar) atragantada de diablos censurando el sentido de la existencia —No hay sentido, hay orden —decían las larvas que se arrastraban en el fango y penetraban los cuerpos abandonados gangrenados que trataban de emerger a la superficie y la bota los pisaba… represiones ahogadas hicieron ebullición en un corto circuito y las luces psicodélicas se apagaron para siempre. La función terminó y Montevideo era una sombra de existencias buscando desesperadamente el sentido de ese inframundo que había emergido a la superficie: cabezas rapadas con pelos parados, camperas  negras con tachas, —esos raros peinados nuevos —dijo Charly, sonidos estridentes que los rutinarios no entendían, un pseudocódigo de demanda de respuesta volaba por el aire caóticamente puro… era Montevideo nacida del submundo de los calabozos y memoria amputada, era Montevideo en sombra que esperaba a que saliera el sol.

Una pausa en el eco de la memoria.

[Pausa] En el mundo del audio existe un abanico de efectos y procesadores de señal digital (DSP), que se emplean para dar color o forma tonal al sonido, es decir, instrumentos reales, virtuales, voces u otras fuentes de audio externas, todo en tiempo real. [Pausa] Cumplí once años y mi dormitorio de niña se transformó en algo parecido a una discoteca: de la pared colgaba un poster de la Bauhaus y en el estante de la biblioteca estaba el tocadiscos Dual. A los varones les gustaba encargarse de poner los discos, se hacían los DJ, aunque en ese 1977 el espectro era muy limitado dados los tiempos que vivíamos: el single con el hit de la canción cantada por una tal Jeanette “Por qué te vas” y los LP del momento: Village People y Abba. El improvisado baile se armó a falta de luces psicodélicas, con la luz apagada y la puerta de mi dormitorio abierta. Bailamos los lentos “tomando distancia”, igual que como nos había enseñado la maestra, estirando el brazo y midiendo. YMCA era el himno del momento, y esa energía la trasladaría a mi “selección musical” futura. Un camino que haría yo sola, el de la música, porque eso era cosa de “varones”. El “Por qué te vas” de Jeanette quedó en el pasado. Los hijos de la dictadura escuchábamos música en inglés, creídos de que la única música en español que existía era la cumbia de los bailes del Palacio Salvo, —qué música terraja — censurábamos, tan imberbes. En 1981 comencé a descubrir temas: de Queen “Another One Bites the Dust” y de B52 “Private Hidaho”. El último año del liceo me cambié al Zorrilla, por decisión propia porque en 1983 me di cuenta de que el ámbito del liceo privado me daba una visión sesgada de la realidad, y la rebeldía que yo tenía en contra de los “chetos” me exasperaba: siempre “de punta en blanco”, no prestaban ni una goma de borrar y por supuesto que todos vivían en Pocitos. Me sentía fuera de lugar, y fue una decisión que tomé sola, quería tener contacto con algo que sabía que existía y que se iba asomando poco a poco entre colores difusos. Así fue que frecuenté con otra gente: a principios de 1984 una de mis nuevas compañeras me preguntó: —¿Vas a ir a ver a Zitarrosa? —. Yo respondí que no, pero lo peor del asunto era que ignoraba quién era. Pero rápidamente ese mundo nuevo me cautivó, era mi lugar natural, bien lejos de los “chetos”. La facultad de Arquitectura terminó mi moldeado perfecto, siempre tuvo eso de “encantado, mágico y prohibido”, los “talleres” nos daban la excusa perfecta para pasar toda la noche de baile y rock. El misterio de la música en inglés quedó resuelto cuando por fin la abyecta dictadura acabó: siempre yo amante de la música “movida” quedé subyugada ante la versión rockera de “Cambalache”, era de una banda uruguaya que se llamaba “Los Estómagos”, incluso tocaron en la Facultad junto con la actuación de la murga “BCG”. Pero… “Riga” y “Soy Escorpión”, eran éxtasis puro,  también de una banda uruguaya llamada “Zero”. La utopía de la izquierda crecía en mi cabeza como el azúcar de algodón rosado que vendían en el Parque Rodó. En 1985 tomé contacto con otro grupo humano absolutamente distinto de todo: es que yo era judía. Mi familia era judía progresista, jamás creí ni creo en dios alguno y mis abuelos fueron comunistas. —¿No vas a ningún lugar de la cole? —Preguntaban azorados. Y no. No iba. No lo necesitaba. —Sos más goi que el agujero del mate —dijeron. Yo era un ser “orgullosamente de izquierda”, rebelde sobre todo con la juventud que no tenía idea de qué era la dictadura y “la cole” ni me iba ni me venía. Pero quizá por aquello de “juntarse con los pares” que todo individuo lleva dentro, un día cedí. El grupo parecía vivir dentro de un micro mundo: —¿Cuál es tu apellido? —¿Qué hacen tus padres? —Esas preguntas me irritaban sobremanera. Yo me vestía de hippie, y me miraban “raro”. En ese micro mundo no existía “el hombre nuevo”. Cuando se aprobó la Ley de Caducidad por el gobierno colorado, no lo pude soportar. Pero éramos muchos los indignados, y en la Facultad empezamos a juntar firmas para poder plebiscitarla. Corría el año de 1987 cuando una tarde mis amigas “del micro mundo” dijeron todas alborotadas que había un grupo “nuevo” con chicos más grandes. Así fue como un sábado de mayo llegamos al lugar más esplendoroso de la colectividad: el templo de la calle Buenos Aires, vestido de gala, había una fiesta y  mucha gente. Era un gran baile, con música “en vivo”. Alguien cantaba. Una voz de barítono, seductora, él tan bien parecido… Pero era “muy grande”, yo tenía veinte años. Ese día hice otro descubrimiento: no me interesaba casarme per.se, quería mi cuento de hadas con alguien distinto: “sí o sí” tenía que cantar, amar la música… y ahí estaba. Él era “I like Chopin” de Gazebo y “Rock me Amadeus” de Falco, la piza al tacho de Tazende, un altillo en una casa del Cordón, una película en el cine Trocadero cuyo nombre olvidé, un pool en un tugurio ochentoso. ¿Se fijaría en mi? Ya era un hombre y yo una estudiante de arquitectura. Además yo era “bolche” y me vestía de hippie. Sin embargo, y por esas extrañas casualidades de la vida, se fijó. Él dice que fueron mis ojos. Que mi mirada lo acompañó durante treinta y un años, ambos sentados en el piano, él cantando y yo tocando. Así estuve, en el eco de su memoria, en pausa. Y luego, vino a mí. [Pausa] En el mundo del audio existe un abanico de efectos y procesadores de señal digital (DSP), que se emplean para dar color o forma tonal al sonido, es decir, instrumentos reales, virtuales, voces u otras fuentes de audio externas, todo en tiempo real. [Pausa] Y la pausa terminó.