Montevideo llora.
Camino sobre charcos de agua en medio de la tarde gris por la peatonal Sarandí, el cielo se va oscureciendo y el agua cae cada vez más fuerte, hago tiempo en los negocios vacíos, quien andaría haciendo compras un día como hoy, las vendedoras esperanzadas me miran, quizá vean en mí a su primer venta del día pero es tan sólo una quimera. Yo me refugio de la lluvia en las tiendas calentitas con el aire acondicionado, hago todo el tiempo que puedo. Si por mi fuera, me quedaría a la intemperie sintiendo el agua caer sobre mi rostro, no me importaría mojarme el pelo. Quiero conectar con la ciudad de verdad, su clima, su tristeza en este invierno gris, Montevideo llora, hace días que llueve y no puede parar, será que no se acostumbra al tránsito insolente, a los transeúntes que no les importan las veredas ni los árboles, ellos no miran el cielo porque tienen la cabeza pegada a su celular, siempre metidos en la Matrix. Montevideo llora, las calles se ahogan porque están pensadas para un tránsito de los ochenta, cuando uno sabía que era sábado de tarde porque los autos circulaban poco y nada, y los domingos no había casi conductores. Eran domingos en los que la familia almorzaba la pasta en la mesa grande de la mamma, preferentemente tallarines caseros que ella había amasado toda la mañana y tuco hecho con las verduras recién arrancadas de la huerta. Alrededor de la mesa del patio con claraboya se iba reuniendo la prole sin monstruos inteligentes en el medio, el diálogo era cara a cara, usando la voz. Claro que Montevideo también lloraba, pero por otras cuestiones que son ajenas a la tecnología, otrora lloraba por el vecino que había salido a la mañana a su trabajo y jamás había regresado, a pesar de que la esposa y la madre habían recorrido comisarías y organismos públicos, obteniendo la respuesta: —Algo habrá hecho —Le digo que no, oficial —Si no hizo nada, no tiene por qué preocuparse doña, ya va a volver. —Pero no, no volvió ni ese día, ni el siguiente, ni en un año ni en dos ni en tres. Montevideo lloraba en sus cloacas, porque entonces a la ciudad no le estaba permitido llorar. Ahora, llorar, puede. ¿Esa es, acaso la libertad? ¿Poder llorar? ¿Llorar por lo que fue y nunca volverá? ¿Llorar por el cambio climático, la deforestación de la Amazonia y las plantas de celulosa de UPM? —No entendemos porqué protestan, ¿no querían de nuevo los trenes? ¿No se manifestaron cuando cerró Afe? ¡Ahora tendrán de nuevo el tren! —dice orondo el crápula senador-diputado-edil desde su sillón bordeau decapado en dorado. Así es, Montevideo llora tan polarizada como nunca estuvo: los tentáculos de un Cabildo Abierto van apoderándose de los transeúntes “como quien no quiere la cosa”, las mentes pequeñas fascistas creen que “Vivir sin Miedo” con gatillo fácil y volver a la ley del Thalion es la panacea, las mentes pequeñas populistas creen que se trata de empoderamiento, todes y marchas-por-quién-sabe-qué, lo cierto es que Montevideo llora porque está desgarrada, porque los unos y los otros tiran de su tela y eso no lo puede resistir. Camino sobre charcos de agua, el cielo está blanco como la ceguera de Saramago, lo que queda de la calle Colón son cortinas metálicas bajas grafiteadas, no hay nada en las cuadras desde Cerrito hasta Buenos Aires, no hay nada cuando hubo un tiempo en que hubo todo, pero la zona azul lo mató. Ahora todos se mudaron a la calle Arenal Grande, le dicen “Barrio de los judíos”, pero no sé por qué, ese nombre no me gusta ni me gustará jamás. Montevideo llora.