Mi madre.

—Dibujo a mi mamá —dice la maestra de jardinera, entregándome una hoja de garbanzo y crayolas. Desde que tengo memoria me gusta dibujar. Primero en preescolares, luego en el taller de expresión plástica “La Gaviota” al que mi madre me mandó de niña, porque percibió que tenía sensibilidad artística. En “La Gaviota” pinté a mi madre con tierra de color, con témpera, la dibujé con tinta china, la hice en barro y en cerámica. —Redacción: Mi madre —van diciendo las maestras desde primer año de escuela. Ya terminé la primaria, la secundaria, la facultad, fui madre y narradora. A mi madre la puedo moldear con palabras como en si en el taller “La Gaviota” la estuviera moldeando con arcilla. Todas las novelas que he escrito están dedicadas a ella. Mi madre me enseñó nada más ni nada menos que la vida. Ahí estuvo para contarme que los Reyes Magos los reunieron a ellos para comunicarles que como cada vez nacían más niños ellos ya no podían en una noche llevar regalos a todos, por lo tanto les trasladaban a los padres ese encargo para que no hubiese niño que al despertar la mañana del seis de enero no encontrase su presente sobre los zapatos que había dejado al pie de la cama. Más adelante mi madre me explicó que seguramente oiría hablar de “Dios”, pero que no existía. Yo le pregunté qué era Dios. —Se supone que es alguien que está arriba y es omnipotente y omnipresente y la gente le pide todo a Dios porque es capaz de lograr cualquier cosa. —Y me explicó que la mayoría de las personas le pedían las cosas a Dios pero que era mejor tratar de esforzarme y obtenerlas aquí, en la tierra y no en el cielo. Nunca dejé de coincidir con ella. Siendo adulta traté de pensar un mundo con un Dios, pero al igual que Simone de Beauvoir, el día que descubrió que “no hay nadie en el cielo inteligible y yo estoy absolutamente sola”, tampoco yo pude entender que hubiera un alguien invisible así que hice mi mundo sin dioses. Muchas más cosas me enseñó mi madre: cuando estaba en primer año de escuela, el 27 de junio de 1973 me explicó que no “había nada en la radio” porque a partir de ese día no habría más senadores ni diputados, que eran los que decidían y votaban las leyes para una democracia —eso me dijo y yo quedé satisfecha porque aquel era un día de marchas militares por todas las emisoras de radio y yo no iría a la escuela. Me dijo que en el Palacio Legislativo ya “no habría nadie”, lo cual ratifiqué cuando dos años más tarde, en 1975, “Año de la Orientalidad”, como le habían puesto los militares, con la escuela nos llevaron de visita, nos mostraron las salas de senadores y diputados y estaban vacías. Entonces pensé —¿Alguien estará nuevamente aquí? —Yo soy una hija de la dictadura y con aquella explicación de mi madre entendía esos silencios que gritaban, y cantaba con fervor el ¡Tiranos Temblad! del himno nacional. Así supe que no habría más elecciones para elegir el presidente, como en 1971, cuando mis padres me dejaron con mis abuelos porque “iban a votar” y mi madre me explicó que se hacía en un “cuarto oscuro”. —¿Y cuándo van a votar de nuevo? —pregunté —No se sabe —contestaba pacientemente mi madre —Por ahora no habrá elecciones. Con tanta “Información” yo era capaz de entender por qué cuando íbamos al Corso de diez y ocho de julio con mi padre nos teníamos que cuidar de esos caballos horribles, que pasaban con monstruos con palos gritando —¡Atrás! —para obligar a la gente a correrse. No hubo corso en que no sintiera terror al sentir que ellos se aproximaban. Fue mi madre que me explicó en 1980 que había “un plebiscito” y que aunque los reclames de la tele decían que había que votar “SI”, votar “NO” era una posibilidad de que los militares se fueran para siempre y volvieran a llenarse las salas del Palacio Legislativo. Muchas fueron las cosas que me enseñó mi madre. Desde pequeña me inculcó el hábito de la lectura, me traía libros para niños con las Fábulas, las Leyendas Universales, luego libros para “niños más grandes” con los clásicos. Hoy dibujo a mi madre con letras, dicen que soy buena para eso. Ustedes dirán.

Querido diario:

Querido diario: Yo tuve el cielo en la mano. No asevero esto porque ya no lo tenga, sino porque el cielo se evaporó, del mismo modo que muchos jóvenes que soñaron cambiar el mundo hoy caminan dentro de un cartel en blanco y negro, congelados en una imagen. Quizá sea peor, porque este joven quería cambiar el mundo pero no desapareció físicamente. Mejor dicho: quería cambiar su mundo, tenía una colección enorme de discos de pasta de Viglietti con la que me deleité como con el mejor de los vinos. Él odiaba las sonrisas fingidas, las muchedumbres y las fiestas, quizá por eso fue que nos encontramos. Nos gustaban las cosas sencillas, ir al parque a tomar mate y ver la alfombra ocre de los plátanos. Pero el cielo empezó a evaporarse de mis manos y él se iba apagando como una estrella fugaz. No se puede decir que no lo intenté: le compuse canciones y poemas, pero él ya estaba ciego y sordo, el joven que quería cambiar el mundo se había vendido a la resignación capitalista, a la buena comida y a los placeres materiales. Ahora hace todo aquello que detestaba; va a fiestas pero necesita emborracharse para sobrevivir en ese infierno, esconde el vacío de la pasión en mesas felicitado diez y “come bien”, como decían las abuelas. Miro esa película patética como el chiquilín que miraba de afuera porque ahí adentro moriría oprimida y ciega. Él también está muerto, sólo que lo ignora, es un muerto viviente al que miro de lejos. Yo tuve el cielo en la mano pero ahora el cielo no existe, se volvió un averno de arcoíris donde sólo se huele el perfume del hartazgo, las frivolidades, el capitalismo insensible y la oligarquía presuntuosa; la más abyecta de las vergüenzas.

Sin letra

—¿Estás estudiando? —Ya va… — respondía a la pregunta de mi madre, hecha por detrás de la puerta, trancada con el llavín… ese que se abría metiéndole un cuchillo o tijera. Mi cuarto era mi más sagrado recinto. —¡Vení a comer! —Ya va…—Se te va a enfriar —Ya va… —¿Qué es eso que estás haciendo que no lo podés seguir después? —Ya va…—y mi madre entendía que era misión inútil. Mi cuarto era mi fortaleza inexpugnable. Supongo que debo decir algunas palabras para describirlo. Cuando el apartamento se estaba reformando, mi madre nos preguntó a mi hermano y a mí de qué color queríamos pintar la pared de nuestros cuartos. Mi padre tenía aquellas cartillas de marcas de pintura y yo me pasé días hasta que elegí: —Quiero este rosado.— Mi hermano eligió un verde, que quedaba espantoso con la cortina en tonos de naranja que mi madre le había hecho, pero él no dio el brazo a torcer así que verde y naranja le quedó. Mi cuarto, tenía paredes rosadas. Me hicieron una biblioteca con caños de Fumaya pintados de blanco, un escritorio de madera que colgaba de la estructura, y una cama marinera, para que pudiera invitar amigas a dormir. Yo elegí un póster de esos que se usaban en la época, que vendían en la librería América Latina, en frente a casa, con un paisaje vaya a saber de dónde, agua turquesa, montaña y bosque. Tenía dos bastidores de madera y estaba colgado sobre la pared del costado de mi cama. La colcha era artesanal, mi madre había viajado a Colombia y Ecuador con una beca del Ministerio de Salud Pública y la casa se llenó de alegría: canastos, alfombras bien coloridas, pájaros de madera que colgaban del living, vasijas de cerámica y más. Mi cuarto era sagrado. Yo iba agregando posters a medida que iba creciendo: primero mi madre me regaló el de la exposición de la Bauhaus, fondo gris con un triángulo, círculo y cuadrado en los colores primarios. Por aquellas épocas, los viernes, con el Diario «Mundocolor» venían posters. Yo tenía el de la película «Grease» y el de Elton John. En uno de los estantes de la biblioteca estaba el tocadiscos estéreo que me había regalado mi tío José. También fue él que le dio a mi madre un pasacasette con micrófono exterior. Con mi hermano siendo niños muchos días grabábamos casettes vírgenes con relatos y canciones. Yo cada vez que podía, le «robaba» a mi padre la radio Hitachi (un modelo posterior a la Spika) porque era lo que había. Con 14 años, había creado un curioso «sistema» para emular un radiograbador, porque no tenía: con la radio encendida, apuntaba el micrófono externo del grabador a la radio y así grababa los temas (seleccionados no al azar ni mucho menos), sino elegidos con anticipación. ¿Con qué criterio? Aún ahora, me es difícil definir qué era lo que me hacía preferir un tema a otro. No era ni la banda, ni la popularidad, era otra cosa muy distinta. Era el sonido. Mejor dicho, el ritmo sumado a las notas. Era quizá un estribillo, o una intro que (Sin entender entonces los motivos) me subyugaba. Estaba absolutamente sola en la misión, pero eso me gustaba. Eran acordes, era determinada armonía y no otra, lo que me hacía preferir un tema de otros, por más que fueran de la misma banda o cantante. Entonces, yo era una adolescente que estaba aislada en algo similar a una cámara… las letras de los temas eran todas en inglés, y yo no les prestaba atención, ya había sido suficiente soportar a todas las Miss en el Anglo. Las cantaba, sin hacer el menor esfuerzo por prestar atención a lo que decían. La soledad en esa misión era total: en el entorno que frecuentaba, a nadie le importaba el rock per se, todos escuchaban lo que … lo que sonaba en los bailes. Algunas veces pregunté cuál canción preferían y la respuesta (tan falta de carácter) era: —Todas— o algún varón decía : —Las que son para apretar—. Estaba sola, no tenía amigos que tuvieran mis inquietudes, que en ese momento no podía visualizar que eran eso, inquietudes, y pensaba que yo quizá era algo rara. Hoy, comprendo que cuando la música nace contigo, de una forma o de otra, descubres el modo (o lo inventas), para que no se te escape. Todo eso sucedió cuando tenía catorce años,mejor dicho, fue cuando comenzó. Dicho de otro modo: a mis catorce lo que me llegaba era la música pura, no tenía idea de su historia, ni del contexto en que había sido creada. Imposible saberlo en épocas en las que la información no existía fácilmente. Entonces, lo único que sí existía, era la música. Y sin letra.

Montevideo llora.

Camino sobre charcos de agua en medio de la tarde gris por la peatonal Sarandí, el cielo se va oscureciendo y el agua cae cada vez más fuerte, hago tiempo en los negocios vacíos, quien andaría haciendo compras un día como hoy, las vendedoras esperanzadas me miran, quizá vean en mí a su primer venta del día pero es tan sólo una quimera. Yo me refugio de la lluvia en las tiendas calentitas con el aire acondicionado, hago todo el tiempo que puedo. Si por mi fuera, me quedaría a la intemperie sintiendo el agua caer sobre mi rostro, no me importaría mojarme el pelo. Quiero conectar con la ciudad de verdad, su clima, su tristeza en este invierno gris, Montevideo llora, hace días que llueve y no puede parar, será que no se acostumbra al tránsito insolente, a los transeúntes que no les importan las veredas ni los árboles, ellos no miran el cielo porque tienen la cabeza pegada a su celular, siempre metidos en la Matrix. Montevideo llora, las calles se ahogan porque están pensadas para un tránsito de los ochenta, cuando uno sabía que era sábado de tarde porque los autos circulaban poco y nada, y los domingos no había casi conductores. Eran domingos en los que la familia almorzaba la pasta en la mesa grande de la mamma, preferentemente tallarines caseros que ella había amasado toda la mañana y tuco hecho con las verduras recién arrancadas de la huerta. Alrededor de la mesa del patio con claraboya se iba reuniendo la prole sin monstruos inteligentes en el medio, el diálogo era cara a cara, usando la voz. Claro que Montevideo también lloraba, pero por otras cuestiones que son ajenas a la tecnología, otrora lloraba por el vecino que había salido a la mañana a su trabajo y jamás había regresado, a pesar de que la esposa y la madre habían recorrido comisarías y organismos públicos, obteniendo la respuesta: —Algo habrá hecho —Le digo que no, oficial —Si no hizo nada, no tiene por qué preocuparse doña, ya va a volver. —Pero no, no volvió ni ese día, ni el siguiente, ni en un año ni en dos ni en tres. Montevideo lloraba en sus cloacas, porque entonces a la ciudad no le estaba permitido llorar. Ahora, llorar, puede. ¿Esa es, acaso la libertad? ¿Poder llorar? ¿Llorar por lo que fue y nunca volverá? ¿Llorar por el cambio climático, la deforestación de la Amazonia y las plantas de celulosa de UPM? —No entendemos porqué protestan, ¿no querían de nuevo los trenes? ¿No se manifestaron cuando cerró Afe? ¡Ahora tendrán de nuevo el tren! —dice orondo el crápula senador-diputado-edil desde su sillón bordeau decapado en dorado. Así es, Montevideo llora tan polarizada como nunca estuvo: los tentáculos de un Cabildo Abierto van apoderándose de los transeúntes “como quien no quiere la cosa”, las mentes pequeñas fascistas creen que “Vivir sin Miedo” con gatillo fácil y volver a la ley del Thalion es la panacea, las mentes pequeñas populistas creen que se trata de empoderamiento, todes y marchas-por-quién-sabe-qué, lo cierto es que Montevideo llora porque está desgarrada, porque los unos y los otros tiran de su tela y eso no lo puede resistir. Camino sobre charcos de agua, el cielo está blanco como la ceguera de Saramago, lo que queda de la calle Colón son cortinas metálicas bajas grafiteadas, no hay nada en las cuadras desde Cerrito hasta Buenos Aires, no hay nada cuando hubo un tiempo en que hubo todo, pero la zona azul lo mató. Ahora todos se mudaron a la calle Arenal Grande, le dicen “Barrio de los judíos”, pero no sé por qué, ese nombre no me gusta ni me gustará jamás. Montevideo llora.

Aquí no hay naides.

El 21 de setiembre de 1984 cumplí 18 años. Me había sacado la lotería, las elecciones serían el domingo 25 de noviembre. Podía votar. Yo podía votar. Yo. Y precisamente en la primer elección luego de las últimas, el domingo 28 de noviembre de 1971. Entonces tenía cinco años, mis padres me habían llevado a la casa de mi abuela materna para poder ellos ir a votar. Yo no entendía qué significaba aquel misterio del “cuarto oscuro” y del “voto secreto”, ni qué tenía que ver con los plátanos con los troncos pintados de rojo, azul y blanco. Le había preguntado a mi madre por qué los árboles estaban pintados así, yo era una niña muy observadora a la que nada se me escapaba. Me respondió con unas palabras, entre otras, que tampoco entendí: “Frente Amplio”. Sin embargo aquellos troncos se me erigían como algo desafiante, el silencio cómplice en casa me revelaba que algo heroico allí había. El domingo 28 de noviembre de 1971, yo quería ir al “cuarto oscuro”, quería acompañar a mis padres. Insistí, pero no tuve suerte. Y así me quedé, con aquel misterio pendiente. El 27 de junio de 1973, tuve novedades acerca del misterio del voto secreto y del cuarto oscuro: Se había terminado —me explicó mi madre ante mi pregunta del porqué no había clases ese día, en el que yo estaba en primer año de escuela, aprendiendo a leer y a escribir —no habría más “elecciones” —me dijo, y entonces asocié “voto secreto” y “cuarto oscuro” con “elecciones”. Mi madre me explicó que las elecciones significaban “Elegir al presidente de la república”, que de eso nos encargábamos todos —excepto los niños —dijo. —¿Y cuándo voy a ser grande? —Cuando cumplas dieciocho años, tú ahora tenés seis, y cuando cumplas dieciocho quizá haya otra vez elecciones —¿Y ahora por qué no hay más? —Porque a partir de hoy al presidente lo elegirán otros, no nosotros. —Así fui comprendiendo el significado de la democracia y de su antónimo, la dictadura. “Al presidente ya no lo elegimos más, ya no hay más elecciones”.

Por eso, el 21 de setiembre de 1984, cuando cumplí 18 años, recordé aquellas palabras de mi madre. Efectivamente, se había acabado la dictadura, al presidente lo volvía a elegir el pueblo, y lo más importante, yo, cumplí 18 años dos meses antes. Los troncos de 1971 pintados de rojo, azul y blanco se habían aclarado, y yo, flamante votante, me sumaba a esa ilusión. Eran tiempos de júbilo, la gente respiraba aire puro después de once años de la más negra de las noches. Tal era la alegría, que lejos de molestarme, los jingles de los clubs políticos me alegraban, aunque en mi casa sonaban las veinticuatro horas del día ya que vivía sobre la avenida 18 de julio. Mi hermano menor coleccionaba listas, las guardaba prolijamente en una caja. Tenía todas, hasta la de Bolentini y la Maesso, que solamente los votaron sus padres, abuelos y hermanos.  Wilson Ferreira Aldunate estaba preso, había regresado del exilio en el Vapor de la Carrera el 16 de junio de 1984, pero lo privaron de su libertad ante la amenaza de una “revuelta” en un cuartel en Trinidad, dejándolo en libertad el 30 de noviembre de ese año, con la consecuencia lógica de no poder ser candidato a las elecciones, sustituido por “el panza” Zumarán.  Así fue que el domingo 25 de noviembre de 1984, estrenando flamante credencial, voté al Frente Amplio, siendo una adolescente llena de ilusiones y utopías.

Ha corrido mucha agua bajo el puente, ya no tengo 18 años, tengo 52, y ante la proximidad de una nueva elección el año que viene, me siento vacía de ilusiones, de utopías y empalagada de farsas. Se llenará la ciudad, como entonces, de clubs políticos, pero su música me molestará y aturdirá, del mismo modo que todos y cada uno de los discursos plagados de hipocresía de todos los que se batan en la contienda. Supongo que todos los de mi generación comparten mi sentimiento, sobre todo porque nuestro primer voto no era cualquier voto, sino el primer voto de una estrenada democracia, que lamentablemente, está cada vez más deteriorada.

Claro que no es lo mismo un jingle de 1984 que uno de hoy, con toda la tecnología de avanzada, con una excelente resolución, con animación acorde y los candidatos puestos como una pieza en un tablero de hermosos paisajes prometedores de esperanza y felicidad, muy “Paulo Coelho”: el candidato parado frente a una mano de agricultor gigante con las uñas negras, con los dientes blancos y perfectos y su sonrisa estudiada, falsa y fingida. Como entre 2005 y 2008 el Señor Presidente, en cadena nacional de televisión de una hora, imposible de soportar y absolutamente olvidable. Espero que durante estos años el otro candidato le haya explicado a su señora esposa que su jardinero no es un peón rural, la esperanza es lo último que se pierde. Y espero que el casi.candidato que dijo que ya no estaba ‘pa estos trotes no cambie de parecer, que está viejito ‘pa decir “una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”, espero que cumpla su palabra aunque no tengo muchas esperanzas, porque la palabra es algo que ha perdido valor, las palabras de los dinosaurios atornillados en sus sillones bordeau valen menos que las extintas monedas de 50 centésimos. Espero que el hijo pródigo desista de su intento de presentarse por impresentable, y no, Mary July, no puede estudiar medicina en cinco años. Ni en cien.

Es que aquí no hay “naides”, y ni siquiera se pueden inventar… no hay con qué.  

Anna Donner 30/10/2018 ©®

Nos visita cada setenta y cinco años.

Mi abuela habría podido verlo, con sólo cinco años de edad, pero estoy segura de que no lo hizo, porque en 1910 y menos en Sadagura, cerca del río Prut, en su Rumania natal, nadie sabía de fenómenos astronómicos. —Nos visita cada setenta y cinco años —había dicho mi maestra de cuarto año de escuela. Hice rápidamente la cuenta: ¡Lo vería! Faltaban sólo diez años en aquel 1976 en el que la palabra de mi maestra era sagrada y yo me esmeraba por “escribir lindo”, sin faltas de ortografía y con letra cursiva, mientras asumía sin pompa ni relevancia el presidente de facto Aparicio Méndez, un día de lluvia en el que los autos debían desplazarse a veinte kilómetros por hora, mientras “los uniformados” vestían pilots amarillos en la Avenida del Libertador Brigadier General Juan Antonio Lavalleja, otrora Avenida Agraciada, pero que los hombres del terror decidieron rebautizar su primer tramo, hasta el Palacio Legislativo, entonces vacío de senadores y diputados con aquel nombre tan rimbombante. Pero a partir de la Casa Soler, era Avenida Agraciada. Desplazarse a veinte kilómetros por hora… como cuando íbamos en auto a la casa de mi abuela y mi padre pasaba por la calle Garibaldi frente a “algo” en que era obligatorio ir a 20 kilómetros por hora, “a paso de hombre” decían los carteles y debajo una leyenda amenazante: “Quien pase a más de 20 kilómetros por hora será castigado”. Nunca olvidé ese “a paso de hombre”, me daba terror. ¿Y si un día mi padre subía la velocidad a 25? ¿Sería también castigado? Mientras en aquel gélido 1976 los autos eran obligados a circular a paso de hombre delante de determinados “recintos sagrados” de los genocidas que nos gobernaban, allí en el universo, él andaba a 70,6 kilómetros por segundo. Quizá, cuando él llegara, ya estaríamos libres de esa noche negra, siniestra pesadilla. Yo le preguntaba a mi madre pero ella no tenía respuesta, ¿quién podía tenerla? Estábamos en el apogeo de la más siniestra dictadura y nadie sabía si viviría para contarlo. 1986 era “el futuro”. Y contra todos los pronósticos, la noche terminó, y amaneció. Faltaba poco para que él llegara. Montevideo se iba alborotando, y todos estábamos de lo más alterados. Fuimos en el auto de mi padre y estacionámos en el bosque que precede al camino (entonces prohibido transitar) que iba hacia el Faro de Punta Carretas. Había muchísimos autos y mucha gente. Yo trataba de mirar el cielo pero no podía ver nada. —¡Ahí está! —gritaba una voz. —¿Dónde? —preguntaba yo. —¡Allí, allí! — Lo único que vi fue una estrella como cualquier otra. —Bueno, capaz lo ves mejor la próxima vez que vuelva… —me dijo mi madre. Hice cuentas. 2061. —No voy a estar viva. —respondí. —Nunca se sabe. —dijo ella. —Voy a tener casi cien años, es más que imposible que lo vea. —Nunca se sabe. — En mayo, dos meses después que él nos visitó, sin tener la certeza de haberlo visto “de verdad” empecé la facultad de Arquitectura. Durante las noches en el taller sonaban los temas del rock post dictadura, pero uno llamó mi atención en particular: “Salto en la música Entro en tu Cuerpo Cometa Halley Cópula y ensueño”. La Luna de Miel De Virus, del grande de Federico Moura. No creo que yo esté por aquí en 2061 para verlo nuevamente. Como tantas otras cosas que no volveré a ver: Ni a Federico Moura, ni a Freddy Mercury, ni a Amy Winehouse, al igual que de la buena caligrafía que hacíamos en la escuela porque ahora eso “no es importante”. A pesar de que él vuelva.

Anna Donner 9/11/2018 ©®

Presente.

La gente va llegando en medio de la garúa, algunos traen paraguas, otros camperas con capucha, otros una boina y otros, nada; prefieren no tener que prestar atención a cuestiones tan nimias, como ser la humedad de la ropa o del cabello. No se sabe si se descolgará el aguacero, eso al menos anunciaron los meteorólogos, pero como siempre se equivocan… de todos modos, aún si estuviera lloviendo fuerte, la gente viene. Siempre. Año tras años las mismas caras, año tras año alguna quimera de esperanza. Hay mucha gente mayor… gente que viene desde… interrumpo mis pensamientos porque la multitud comienza a desplazarse lentamente. Vamos en formación impecable, como si estuviéramos formados en el tiempo de los actos escolares y la maestra decía: —Tomen distancia. — Distancia si la hay, es de algún tipo de respuesta. Vamos por Rivera, llegamos a dieciocho y doblamos. El recorrido siempre es el mismo, el silencio siempre es el mismo y las mentiras siempre son las mismas. Pasamos por la Facultad de Derecho y en la puerta hay una pancarta colgada que parece querer abrazarnos. Como todos los años, el tráfico fue desviado, al menos de eso se ocupan los muy desgraciados, será para lavar la conciencia, vaya uno a saber. O quizá creen que en unos años nos vamos a aburrir y no vamos a venir más, esperan la muerte de los más viejos y creen que los jóvenes nos vamos a olvidar. No entienden nada, no entienden la trascendencia de la ausencia. Comienza a llover más fuerte y se van abriendo paraguas multicolores, pero la fila no se detiene. Cuando llegamos a la explanada de la intendencia comienzan a pasar lista, como todos los años, pero no es la maestra o profesor esperando que su alumno diga —Presente —Julio Castro y Elena Quinteros ya no pueden pasar ninguna lista. …Julio Castro —Presente —Elena Quinteros —Presente —Cecilia Trías —Presente—María Emilia Islas—Presente….  Llegamos a la plaza Libertad. Ellos, están cómodamente en su casa, o alguno quizá tuvo el tupé de venir, “para quedar bien”, ellos, de quienes esperábamos que hicieran algo… ellos, que prometieron en noviembre de 2004 hacer todo y no hicieron nada, igual que los anteriores, que no hicieron nada. Ahí siguen, con la verdad oculta, el día en que se invente el lector de pensamientos, quizá podamos saber algo. La vieja ya se murió, pero mi hijo viene.

Yo soy joven, mi abuela me trajo en 1996 cuando tenía cinco años y me trajo año tras año hasta que falleció, hace ya algunos años. Yo sigo viniendo, y cuando sea padre voy a subir a mi hijo sobre mis hombros, y lo voy a traer, aunque llueva. Es que todo lo pueden silenciar… excepto el silencio.

De oferta.

La mujer camina por el cantero del medio de la avenida General Flores, entre los autos que pasan como flechas circulando hacia ambas direcciones, como si estuviera en la barra de equilibrio de algún circo de pueblo. El Cacho, tiene un cigarro entre los dedos que huelen a aceite y a grasa, y lo fuma con parsimonia mirando el flujo automotriz, tratando de estirar como a un chicle ese instante porque una vez terminado el pucho debe volver a agacharse debajo de la Fiorino para cambiarle los amortiguadores, alinearla y balancearla. —Que achicoria, man —dice el Beto, acercándose para hacerle compañía y cumplir con el mismo ritual —¿Qué hora es? —Las tres —Qué la parió —Bo, me tengo que ir a Galicia a buscar los amortiguadores —Pah, con esta calor —Una mujer los hace girar la cabeza como autómatas, vestida de calzas que le quedan reventando, musculosa de lycra adherente y una  cartera imitación Channel de cadena gruesa dorada colgada en el hombro.  —Hola, muchachos, ¿cómo van? —¿Vos? —Hoy es un día largo —dice La Lucy, que hace la calle desde hace tiempo, y prosigue su andar, meneando las caderas y moviendo el trasero para captar a algún conductor pero ni modo. —En esta ciudad nadie coge —dice el Cacho, aplasta el pucho contra el murito de la vereda, y se mete para dentro. El Beto está por terminar el suyo cuando alguien le dice —¿Querés hacer el amor conmigo? —Otra vez “La Loca”. Había cruzado desde el cantero y hacía la misma pregunta todos los días. Le había preguntado al Cacho, al Carlos y al Beto. Mejor dicho, no había hombre de la zona a quien La Loca no le hubiera pedido sexo. —Tá piantada esta mina —deliberaban los muchachos. Porque “La Loca” no estaba haciendo la calle, iba vestida con pollera larga y ropa de Señora. —Para mi que no le llega el agua al tanque —decía El Carlos. “La Loca” todos los días se paseaba por el barrio y a cada tipo que cruzaba le hacía la misma pregunta. Porque además, “La Loca” no preguntaba “Me querés coger”, sino “Querés hacer el amor conmigo”. “Me querés coger” podría preguntar La Lucy, pero no era necesario que dijera nada porque la ropa que vestía hablaba sola. El Beto vuelve al trabajo. El Carlos está lustrando el arenero, los muchachos no entienden “¿Para qué lo lustra si el sábado lo va a romper todo en El Pinar?”. Pero para El Carlos, lustrar el arenero es un ritual de suma importancia. El Cacho vuelve del centro con los amortiguadores para la Fiorino. La sube al elevador, y se dispone a alinearla cuando el Beto se acerca: —Bo, ahí viene el viejo pesado —La puta madre que lo parió, pasame la cuatro. —El Cacho no soporta trabajar con el feliz poseedor del vehículo mirándolo. —¿A qué hora vengo a buscarla? —le había preguntado el viejo —A última hora, jefe. —“¿Ultima hora?” —Terminé con mis vueltas y me vine para aquí —se excusa el viejo y se queda parado mirándolo al Cacho. —Bueno, jefe, ya está pronta —le dice y señala al Carlos —pague allá. —El Cacho respira tranquilo, son las seis. Va al pote de pasta blanca y se refriega las manos, para sacarse la grasa de debajo de las uñas. Va para el fondo, pasa delante de los almanaques que los distintos proveedores envían al taller año tras año, de esos que no se pueden colgar a la vista del público y abre la puerta del locker. Saca la toalla, y entra a la ducha. Se lava la cabeza con jabón, cierra el grifo. Se viste. Se pone colonia. Se pasa el peine. Cuando está por salir, llega el viejo de La Fiorino. —Me hace un ruidito —le dice al Carlos. El Carlos lo mira. “La puta madre que lo parió”. —Pero jefe, yo la probé. —Vení conmigo que yo te muestro —le dice el viejo y al Cacho no le queda otra que subir a la Fiorino. Al Carlos le gustaría atender autos más nuevos, pero como está “la cosa” la gente, en esos años en que en Argentina el dólar vale lo mismo que el peso, no está para el Cero Ká. Después de una hora, finalmente El Cacho emprende la retirada. Sale a la vereda y camina a la parada del ómnibus. —¿Querés hacer el amor conmigo? —Los muchachos están intrigados con la historia de “La Loca”. Se sabe que vive en el barrio. Dicen los vecinos que como nació con fórceps, quedó “fallada”, por eso la familia le mantiene  un apartamento en la zona. Al otro día, el Beto llega y abre el portón a las ocho de la mañana. Se apronta el mate, y se para en la puerta del taller. El día viene movido, y los muchachos andan de mal humor. Pero cuando sale a la vereda a fumar se queda atónito. “La Loca” va caminando por la vereda con un tipo abrazándola. Un tipo de buen vestir. —Bueno, al final de cuentas todas cogen, hasta las locas —dice el Beto. —Esto no me cierra —dice el Carlos. —¿De dónde salió ese pinta? ¿Vieron lo empilchado que está? —Es cierto. El hombre que va con “La Loca” parece un ejecutivo de la Ciudad Vieja. —Dejá vivir, man —dice el Cacho —ahora tiene a alguien que le arrime la ropa al cuerpo. —Poniendo estaba la gansa —dice El Carlos. —¿Creés que le haya dado guita? —dice El Beto. Dos semanas después, los muchachos están intrigados. De “La Loca” ni rastros. Ni sola pidiendo que le hagan el amor, ni con el novio. El Cacho, que había ido hasta el quiosco a buscar cigarros, llega alterado: —¿Vieron el tipo ese que pasó con “La Loca”? Le desvalijó el apartamento. Se llevó todo. —Yo sabía que la cosa venía con trampa —dice el Carlos, lustrando el arenero —Lo voy a sacar a dar una vuelta de manzana —. Pero El Carlos no vuelve. —Este nos clavó, ¡como siempre! —dice el Beto. El Cacho se queda “de cara”. Dando la vuelta a la esquina, aparecen el arenero, El Carlos, y “La Loca” ocupando el asiento del acompañante.

El día en el que lloré.

En 1991 yo ya era madre. Lejos estaban mis épocas de paladear el rock como ese maní con chocolate Águila, que venía en una caja larga de color amarillo y azul. Yo era una “señora” y todo eso había quedado flotando en la nebulosa, en “stand by”. Las responsabilidades con 25 años eran muchas: trabajar, recibirme, y cuidar a mi beba. No había tiempo para pensar en otras cosas, los noventa se me escaparon como los granos de arena del desierto, todo lo contrario de los ochenta, que se estiraban en la palma de mi mano como el chicle “Ploc” y yo siempre podía volver allí. La década del noventa sería la última del siglo XX, sólo eso sabía. El nombre de Gorbachov y la palabra Perestroika flotaban en el aire pero a mi apenas me rozaban. Tampoco me aplastó el muro de Berlín cuando cayó.

Es que ser una “señora”, como me había dicho el chico de la farmacia, al día siguiente de haberme casado, me había marcado para siempre. “Señora”…, porque dos días antes el mismo empleado de la farmacia me habría dicho “Señorita”. En aquel tiempo existía un respeto que hoy se evaporó y a una le decían o Señorita o Señora. “Señorita” yo lo asociaba a mi edad, y “Señora” lo asociaba a la edad de mi madre o a la de cualquier “vieja”. Yo era una “Señora” y las señoras no escuchaban rock. Las señoras se ocupaban de la casa y del marido. Quizá por eso, cuando el 24 de noviembre y estando en casa de mi madre con mi beba en brazos alguien me dijo “se murió Freddy Mercury”, yo lloré.  Lo pensé cantando “Barcelona” con Montserrat Caballé, y caí en la cuenta de que ya no cantaría más. Freddy Mercury estaba muerto.

En 1980 mi madre me mandaba a estudiar para el liceo y yo me encerraba en mi dormitorio. Entonces me ponía auriculares y los conectaba a la radio Hitachi de mi padre. Al mover el dial un sonido me atrapó: “pum / pum /pum / pum-pum-pum-pum-pum”. Esperé a escuchar al dj y dijo que el tema se llamaba “Another One Bites The Dust” y que la banda que la cantaba era Queen. Yo tenía trece años. Ese fue el momento, quizá, en el cual el rock se me reveló de un modo en el cual nunca más podría dejar de oírlo. Vivirlo. Gozarlo. Interpretarlo. Mientras mi madre me creía estudiando para el liceo, yo me iba metiendo en el corazón del rock, de las bandas, me sentaba en  el piano y sacaba los ritmos, los tonos, las notas. Yo era la única de mis amigas que sabía de “esas cosas”. Estaba al tanto de los rankings, de lo que iba apareciendo en el mercado.

Será por todo eso que ayer, como el 24 de noviembre de 1991, lloré. Freddy Mercury moriría irremediablemente, y aquel era uno de sus últimos recitales. Me sentí en Wembley, en Live Aid. Arriba del escenario. Abajo. Freddy Mercury estaba vivo otra vez. En la época de Live Aid y USA for África,  1985, yo me la pasaba cantando el tema “We Are the Word”. Freddy Mercury estaba vivo otra vez, pero para volver a morir, como ha muerto la música de la buena, como ha muerto una época dorada.

No me importó que la película fuera mediocre. Lo que lo valió todo fue el recital de Wembley y sentirme ahí adentro.

Frida.

Frida nunca se había imaginado que iba a trabajar tanto. Se había jubilado a una edad temprana por la “Ley Madre”, pero las circunstancias de la familia cambiaron abruptamente. La Ley Madre había sido un fiasco y el monto de la jubilación era insolente. Tanto, que esperaba a juntar tres meses para ir a cobrarla. Su mejor amiga se dedicaba a la venta de alhajas en oficinas públicas y un día le dijo que la podía presentar en otro ámbito para que hiciera lo mismo que ella. En otro tiempo, Frida jamás se habría animado a vender así, yendo de persona en persona, pero la situación familiar se impuso y contra todos los pronósticos, dijo que sí.

Frida vendía alhajas “de verdad”, cargaba cada día con muestrarios de cadenas, pulseras y caravanas en oro 18 y plata para ofrecer la mercadería. Subía y bajaba de los ómnibus con un bolso más grande que ella y se había caído en la calle varias veces. Cada vez que el guarda la miraba con cara de pocos amigos para que se apurase, ella sacaba el carné de pasiva, quizá la única ventaja que tenía por haberse jubilado era la de pagar el boleto barato.

Entrar a vender no le resultaba tarea fácil, Frida tenía que esperar que alguna conocida la hiciera pasar por la “puerta de atrás”, pero contra lo que podía suponerse, aquella clientela era muy fiel. No se entendía cómo una enfermera compraba varias veces al mes las más costosas joyas, pero lo cierto es que lo hacían. Claro que varias veces la habían “clavado”, era uno de los riesgos a los que se sometía diariamente. Cada vez que Frida llegaba a mostrar, se llevaba varios encargos: extendía el muestrario de anillos, pulseras y cadenas, el personal se probaba y le decía: —Me gustaría un anillo como el que tenés pero sin las piedritas, ¿se podrá hacer? —Claro —respondía Frida. —¿Tendrás este anillo pero más grande? Este no me queda —Frida entonces sacaba del bolso las argollas que se usaban para tomar las medidas para anillos y medía el grosor, anotaba en su libreta y respondía —Claro, se te hace. —Anillos más anchos que los que tenía, pulseras para grabar con el nombre de algún enamorado, cadenitas para algún cumpleaños de quince, y la lista era interminable. Frida iba y venía en el ómnibus a la Ciudad Vieja, porque allí estaba Peter, el joyero que grababa en aquel dije el nombre de la quinceañera y el mensaje de quien lo obsequiaba, o las iniciales de algún galancete en esos anillos gruesos de hombre. Frida era una mujer menuda y la familia le había dicho varias veces que no anduviera cargando ese bolso tan pesado pero ella decía: —No me cuesta nada —. Era imposible convencerla para que delegara algo. Por las noches se dedicaba a actualizar las fichas de las clientas y la contabilidad.

Frida no descansaba nunca. Había descubierto que aquel trabajo le gustaba, más allá de lo agotador que le resultaba que le pagaran en fecha. Tenía un calendario de pagos de cada una de las mutualistas y hospitales y debía de estar atenta, porque de lo contrario no cobraba un peso porque las clientas ya se habían gastado toda la plata salvo honrosas excepciones. Cuando el marido se jubiló, comenzó a llevarla y traerla, sobre todo después de varias rodillas raspadas, y siempre decía: —Yo me llevo la “cantora” porque esta mujer demora toda la tarde acá adentro —. El domingo era el único día que Frida descansaba, aunque a veces aprovechaba la mañana para ir a cobrarle a esa clienta a la que había llamado cientos de veces y le habían dicho —No trabaja más aquí —. Entonces pasaba por la casa de la susodicha para que finalmente terminara la deuda. Pero más allá de eso, los domingos eran días de mate y Rosedal. No había cosa que más le gustara a Frida que oler el perfume de las rosas y observar los colores,  iba allí desde que era una muchacha con su mejor amiga después de salir del liceo.

Cuando Frida enviudó, se aferró más al trabajo. —¿Por qué seguís trabajando tanto? —le decían los aprecios más cercanos y respondía siempre lo mismo: —No me molesta y me gusta hablar con la gente; me ayuda…

Frida nunca se había imaginado que iba a trabajar tanto. Y lo hizo hasta el último día.