Querido diario:

Querido diario: Yo tuve el cielo en la mano. No asevero esto porque ya no lo tenga, sino porque el cielo se evaporó, del mismo modo que muchos jóvenes que soñaron cambiar el mundo hoy caminan dentro de un cartel en blanco y negro, congelados en una imagen. Quizá sea peor, porque este joven quería cambiar el mundo pero no desapareció físicamente. Mejor dicho: quería cambiar su mundo, tenía una colección enorme de discos de pasta de Viglietti con la que me deleité como con el mejor de los vinos. Él odiaba las sonrisas fingidas, las muchedumbres y las fiestas, quizá por eso fue que nos encontramos. Nos gustaban las cosas sencillas, ir al parque a tomar mate y ver la alfombra ocre de los plátanos. Pero el cielo empezó a evaporarse de mis manos y él se iba apagando como una estrella fugaz. No se puede decir que no lo intenté: le compuse canciones y poemas, pero él ya estaba ciego y sordo, el joven que quería cambiar el mundo se había vendido a la resignación capitalista, a la buena comida y a los placeres materiales. Ahora hace todo aquello que detestaba; va a fiestas pero necesita emborracharse para sobrevivir en ese infierno, esconde el vacío de la pasión en mesas felicitado diez y “come bien”, como decían las abuelas. Miro esa película patética como el chiquilín que miraba de afuera porque ahí adentro moriría oprimida y ciega. Él también está muerto, sólo que lo ignora, es un muerto viviente al que miro de lejos. Yo tuve el cielo en la mano pero ahora el cielo no existe, se volvió un averno de arcoíris donde sólo se huele el perfume del hartazgo, las frivolidades, el capitalismo insensible y la oligarquía presuntuosa; la más abyecta de las vergüenzas.

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