Sin letra

—¿Estás estudiando? —Ya va… — respondía a la pregunta de mi madre, hecha por detrás de la puerta, trancada con el llavín… ese que se abría metiéndole un cuchillo o tijera. Mi cuarto era mi más sagrado recinto. —¡Vení a comer! —Ya va…—Se te va a enfriar —Ya va… —¿Qué es eso que estás haciendo que no lo podés seguir después? —Ya va…—y mi madre entendía que era misión inútil. Mi cuarto era mi fortaleza inexpugnable. Supongo que debo decir algunas palabras para describirlo. Cuando el apartamento se estaba reformando, mi madre nos preguntó a mi hermano y a mí de qué color queríamos pintar la pared de nuestros cuartos. Mi padre tenía aquellas cartillas de marcas de pintura y yo me pasé días hasta que elegí: —Quiero este rosado.— Mi hermano eligió un verde, que quedaba espantoso con la cortina en tonos de naranja que mi madre le había hecho, pero él no dio el brazo a torcer así que verde y naranja le quedó. Mi cuarto, tenía paredes rosadas. Me hicieron una biblioteca con caños de Fumaya pintados de blanco, un escritorio de madera que colgaba de la estructura, y una cama marinera, para que pudiera invitar amigas a dormir. Yo elegí un póster de esos que se usaban en la época, que vendían en la librería América Latina, en frente a casa, con un paisaje vaya a saber de dónde, agua turquesa, montaña y bosque. Tenía dos bastidores de madera y estaba colgado sobre la pared del costado de mi cama. La colcha era artesanal, mi madre había viajado a Colombia y Ecuador con una beca del Ministerio de Salud Pública y la casa se llenó de alegría: canastos, alfombras bien coloridas, pájaros de madera que colgaban del living, vasijas de cerámica y más. Mi cuarto era sagrado. Yo iba agregando posters a medida que iba creciendo: primero mi madre me regaló el de la exposición de la Bauhaus, fondo gris con un triángulo, círculo y cuadrado en los colores primarios. Por aquellas épocas, los viernes, con el Diario «Mundocolor» venían posters. Yo tenía el de la película «Grease» y el de Elton John. En uno de los estantes de la biblioteca estaba el tocadiscos estéreo que me había regalado mi tío José. También fue él que le dio a mi madre un pasacasette con micrófono exterior. Con mi hermano siendo niños muchos días grabábamos casettes vírgenes con relatos y canciones. Yo cada vez que podía, le «robaba» a mi padre la radio Hitachi (un modelo posterior a la Spika) porque era lo que había. Con 14 años, había creado un curioso «sistema» para emular un radiograbador, porque no tenía: con la radio encendida, apuntaba el micrófono externo del grabador a la radio y así grababa los temas (seleccionados no al azar ni mucho menos), sino elegidos con anticipación. ¿Con qué criterio? Aún ahora, me es difícil definir qué era lo que me hacía preferir un tema a otro. No era ni la banda, ni la popularidad, era otra cosa muy distinta. Era el sonido. Mejor dicho, el ritmo sumado a las notas. Era quizá un estribillo, o una intro que (Sin entender entonces los motivos) me subyugaba. Estaba absolutamente sola en la misión, pero eso me gustaba. Eran acordes, era determinada armonía y no otra, lo que me hacía preferir un tema de otros, por más que fueran de la misma banda o cantante. Entonces, yo era una adolescente que estaba aislada en algo similar a una cámara… las letras de los temas eran todas en inglés, y yo no les prestaba atención, ya había sido suficiente soportar a todas las Miss en el Anglo. Las cantaba, sin hacer el menor esfuerzo por prestar atención a lo que decían. La soledad en esa misión era total: en el entorno que frecuentaba, a nadie le importaba el rock per se, todos escuchaban lo que … lo que sonaba en los bailes. Algunas veces pregunté cuál canción preferían y la respuesta (tan falta de carácter) era: —Todas— o algún varón decía : —Las que son para apretar—. Estaba sola, no tenía amigos que tuvieran mis inquietudes, que en ese momento no podía visualizar que eran eso, inquietudes, y pensaba que yo quizá era algo rara. Hoy, comprendo que cuando la música nace contigo, de una forma o de otra, descubres el modo (o lo inventas), para que no se te escape. Todo eso sucedió cuando tenía catorce años,mejor dicho, fue cuando comenzó. Dicho de otro modo: a mis catorce lo que me llegaba era la música pura, no tenía idea de su historia, ni del contexto en que había sido creada. Imposible saberlo en épocas en las que la información no existía fácilmente. Entonces, lo único que sí existía, era la música. Y sin letra.

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