Mi madre.

—Dibujo a mi mamá —dice la maestra de jardinera, entregándome una hoja de garbanzo y crayolas. Desde que tengo memoria me gusta dibujar. Primero en preescolares, luego en el taller de expresión plástica “La Gaviota” al que mi madre me mandó de niña, porque percibió que tenía sensibilidad artística. En “La Gaviota” pinté a mi madre con tierra de color, con témpera, la dibujé con tinta china, la hice en barro y en cerámica. —Redacción: Mi madre —van diciendo las maestras desde primer año de escuela. Ya terminé la primaria, la secundaria, la facultad, fui madre y narradora. A mi madre la puedo moldear con palabras como en si en el taller “La Gaviota” la estuviera moldeando con arcilla. Todas las novelas que he escrito están dedicadas a ella. Mi madre me enseñó nada más ni nada menos que la vida. Ahí estuvo para contarme que los Reyes Magos los reunieron a ellos para comunicarles que como cada vez nacían más niños ellos ya no podían en una noche llevar regalos a todos, por lo tanto les trasladaban a los padres ese encargo para que no hubiese niño que al despertar la mañana del seis de enero no encontrase su presente sobre los zapatos que había dejado al pie de la cama. Más adelante mi madre me explicó que seguramente oiría hablar de “Dios”, pero que no existía. Yo le pregunté qué era Dios. —Se supone que es alguien que está arriba y es omnipotente y omnipresente y la gente le pide todo a Dios porque es capaz de lograr cualquier cosa. —Y me explicó que la mayoría de las personas le pedían las cosas a Dios pero que era mejor tratar de esforzarme y obtenerlas aquí, en la tierra y no en el cielo. Nunca dejé de coincidir con ella. Siendo adulta traté de pensar un mundo con un Dios, pero al igual que Simone de Beauvoir, el día que descubrió que “no hay nadie en el cielo inteligible y yo estoy absolutamente sola”, tampoco yo pude entender que hubiera un alguien invisible así que hice mi mundo sin dioses. Muchas más cosas me enseñó mi madre: cuando estaba en primer año de escuela, el 27 de junio de 1973 me explicó que no “había nada en la radio” porque a partir de ese día no habría más senadores ni diputados, que eran los que decidían y votaban las leyes para una democracia —eso me dijo y yo quedé satisfecha porque aquel era un día de marchas militares por todas las emisoras de radio y yo no iría a la escuela. Me dijo que en el Palacio Legislativo ya “no habría nadie”, lo cual ratifiqué cuando dos años más tarde, en 1975, “Año de la Orientalidad”, como le habían puesto los militares, con la escuela nos llevaron de visita, nos mostraron las salas de senadores y diputados y estaban vacías. Entonces pensé —¿Alguien estará nuevamente aquí? —Yo soy una hija de la dictadura y con aquella explicación de mi madre entendía esos silencios que gritaban, y cantaba con fervor el ¡Tiranos Temblad! del himno nacional. Así supe que no habría más elecciones para elegir el presidente, como en 1971, cuando mis padres me dejaron con mis abuelos porque “iban a votar” y mi madre me explicó que se hacía en un “cuarto oscuro”. —¿Y cuándo van a votar de nuevo? —pregunté —No se sabe —contestaba pacientemente mi madre —Por ahora no habrá elecciones. Con tanta “Información” yo era capaz de entender por qué cuando íbamos al Corso de diez y ocho de julio con mi padre nos teníamos que cuidar de esos caballos horribles, que pasaban con monstruos con palos gritando —¡Atrás! —para obligar a la gente a correrse. No hubo corso en que no sintiera terror al sentir que ellos se aproximaban. Fue mi madre que me explicó en 1980 que había “un plebiscito” y que aunque los reclames de la tele decían que había que votar “SI”, votar “NO” era una posibilidad de que los militares se fueran para siempre y volvieran a llenarse las salas del Palacio Legislativo. Muchas fueron las cosas que me enseñó mi madre. Desde pequeña me inculcó el hábito de la lectura, me traía libros para niños con las Fábulas, las Leyendas Universales, luego libros para “niños más grandes” con los clásicos. Hoy dibujo a mi madre con letras, dicen que soy buena para eso. Ustedes dirán.

Querido diario:

Querido diario: Yo tuve el cielo en la mano. No asevero esto porque ya no lo tenga, sino porque el cielo se evaporó, del mismo modo que muchos jóvenes que soñaron cambiar el mundo hoy caminan dentro de un cartel en blanco y negro, congelados en una imagen. Quizá sea peor, porque este joven quería cambiar el mundo pero no desapareció físicamente. Mejor dicho: quería cambiar su mundo, tenía una colección enorme de discos de pasta de Viglietti con la que me deleité como con el mejor de los vinos. Él odiaba las sonrisas fingidas, las muchedumbres y las fiestas, quizá por eso fue que nos encontramos. Nos gustaban las cosas sencillas, ir al parque a tomar mate y ver la alfombra ocre de los plátanos. Pero el cielo empezó a evaporarse de mis manos y él se iba apagando como una estrella fugaz. No se puede decir que no lo intenté: le compuse canciones y poemas, pero él ya estaba ciego y sordo, el joven que quería cambiar el mundo se había vendido a la resignación capitalista, a la buena comida y a los placeres materiales. Ahora hace todo aquello que detestaba; va a fiestas pero necesita emborracharse para sobrevivir en ese infierno, esconde el vacío de la pasión en mesas felicitado diez y “come bien”, como decían las abuelas. Miro esa película patética como el chiquilín que miraba de afuera porque ahí adentro moriría oprimida y ciega. Él también está muerto, sólo que lo ignora, es un muerto viviente al que miro de lejos. Yo tuve el cielo en la mano pero ahora el cielo no existe, se volvió un averno de arcoíris donde sólo se huele el perfume del hartazgo, las frivolidades, el capitalismo insensible y la oligarquía presuntuosa; la más abyecta de las vergüenzas.

Sin letra

—¿Estás estudiando? —Ya va… — respondía a la pregunta de mi madre, hecha por detrás de la puerta, trancada con el llavín… ese que se abría metiéndole un cuchillo o tijera. Mi cuarto era mi más sagrado recinto. —¡Vení a comer! —Ya va…—Se te va a enfriar —Ya va… —¿Qué es eso que estás haciendo que no lo podés seguir después? —Ya va…—y mi madre entendía que era misión inútil. Mi cuarto era mi fortaleza inexpugnable. Supongo que debo decir algunas palabras para describirlo. Cuando el apartamento se estaba reformando, mi madre nos preguntó a mi hermano y a mí de qué color queríamos pintar la pared de nuestros cuartos. Mi padre tenía aquellas cartillas de marcas de pintura y yo me pasé días hasta que elegí: —Quiero este rosado.— Mi hermano eligió un verde, que quedaba espantoso con la cortina en tonos de naranja que mi madre le había hecho, pero él no dio el brazo a torcer así que verde y naranja le quedó. Mi cuarto, tenía paredes rosadas. Me hicieron una biblioteca con caños de Fumaya pintados de blanco, un escritorio de madera que colgaba de la estructura, y una cama marinera, para que pudiera invitar amigas a dormir. Yo elegí un póster de esos que se usaban en la época, que vendían en la librería América Latina, en frente a casa, con un paisaje vaya a saber de dónde, agua turquesa, montaña y bosque. Tenía dos bastidores de madera y estaba colgado sobre la pared del costado de mi cama. La colcha era artesanal, mi madre había viajado a Colombia y Ecuador con una beca del Ministerio de Salud Pública y la casa se llenó de alegría: canastos, alfombras bien coloridas, pájaros de madera que colgaban del living, vasijas de cerámica y más. Mi cuarto era sagrado. Yo iba agregando posters a medida que iba creciendo: primero mi madre me regaló el de la exposición de la Bauhaus, fondo gris con un triángulo, círculo y cuadrado en los colores primarios. Por aquellas épocas, los viernes, con el Diario «Mundocolor» venían posters. Yo tenía el de la película «Grease» y el de Elton John. En uno de los estantes de la biblioteca estaba el tocadiscos estéreo que me había regalado mi tío José. También fue él que le dio a mi madre un pasacasette con micrófono exterior. Con mi hermano siendo niños muchos días grabábamos casettes vírgenes con relatos y canciones. Yo cada vez que podía, le «robaba» a mi padre la radio Hitachi (un modelo posterior a la Spika) porque era lo que había. Con 14 años, había creado un curioso «sistema» para emular un radiograbador, porque no tenía: con la radio encendida, apuntaba el micrófono externo del grabador a la radio y así grababa los temas (seleccionados no al azar ni mucho menos), sino elegidos con anticipación. ¿Con qué criterio? Aún ahora, me es difícil definir qué era lo que me hacía preferir un tema a otro. No era ni la banda, ni la popularidad, era otra cosa muy distinta. Era el sonido. Mejor dicho, el ritmo sumado a las notas. Era quizá un estribillo, o una intro que (Sin entender entonces los motivos) me subyugaba. Estaba absolutamente sola en la misión, pero eso me gustaba. Eran acordes, era determinada armonía y no otra, lo que me hacía preferir un tema de otros, por más que fueran de la misma banda o cantante. Entonces, yo era una adolescente que estaba aislada en algo similar a una cámara… las letras de los temas eran todas en inglés, y yo no les prestaba atención, ya había sido suficiente soportar a todas las Miss en el Anglo. Las cantaba, sin hacer el menor esfuerzo por prestar atención a lo que decían. La soledad en esa misión era total: en el entorno que frecuentaba, a nadie le importaba el rock per se, todos escuchaban lo que … lo que sonaba en los bailes. Algunas veces pregunté cuál canción preferían y la respuesta (tan falta de carácter) era: —Todas— o algún varón decía : —Las que son para apretar—. Estaba sola, no tenía amigos que tuvieran mis inquietudes, que en ese momento no podía visualizar que eran eso, inquietudes, y pensaba que yo quizá era algo rara. Hoy, comprendo que cuando la música nace contigo, de una forma o de otra, descubres el modo (o lo inventas), para que no se te escape. Todo eso sucedió cuando tenía catorce años,mejor dicho, fue cuando comenzó. Dicho de otro modo: a mis catorce lo que me llegaba era la música pura, no tenía idea de su historia, ni del contexto en que había sido creada. Imposible saberlo en épocas en las que la información no existía fácilmente. Entonces, lo único que sí existía, era la música. Y sin letra.