Mis oídos tienen memoria.

Es sábado y es una tarde de sol, ni una sola nube empaña el cielo. Me encantan los sábados porque el tiempo no existe; los fines de semana tengo por norma no usar reloj. Ya bastante corro de lunes a viernes, suena el despertador a las seis y treinta, salto de la cama como un resorte, y en piloto automático me ducho, siempre me gustó bañarme de mañana, el agua caliente me saca el sueño. Con los minutos contados, me visto en penumbras para no despertarlo a Él. Corro a la cocina, siete y diez. Me hago dos tostadas bien quemadas, las unto con queso y me sirvo leche chocolatada. Siete y veinte. Me lavo los dientes, me abrigo, y busco todas las llaves: las de casa, las del auto y las del portón del garaje. Cierro la puerta de mi apartamento y bajo al subsuelo. Subo al auto, pongo un cd, a esta hora en Oldies Fm está Ariel y no tengo ganas de oír tonterías. Prendo el motor, hago las maniobras pertinentes, subo la rampa y el portón con el control remoto. Siete y veintidós. Cierro el portón. Manejo en el tránsito insufrible de Montevideo del futuro, donde hay más autos que calles, además media ciudad está levantada  porque se avecinan las elecciones y en estas repúblicas bananeras hay que mostrar que “Estamos Trabajando Para Usted”. Siete y cuarenta y cinco. Estaciono. Conseguir un lugar cerca del trabajo es una tarea harto complicada, pero esa es una de las ventajas de entrar bien temprano. A las ocho en punto marco la tarjeta. Ni un minuto tarde. Durante la semana me siento oprimida por el tiempo, soy un robot sistemáticamente programado para ejecutar cada tarea a cierta hora, como los soldados de los ejércitos. ¿Cómo se puede ser libre asfixiada por un reloj? Pienso en Dalí, en la semana soy un reloj derretido en un páramo de la nada. Pero hoy es sábado y el reloj no existe; soy libre. El sonido del timbre interrumpe mi dolce far niente. ¿Quién puede ser? Ya contrariada, respondo: —Un momento —y corro al placard, porque no puedo abrir en jogging desteñidos ni descalza. Busco algo presentable. Es la vecina del apartamento de al lado. —¿Cómo estás? —le digo, extrañada. —No puedo soportar más esto. —¿¿?? —La música. —¿Vos hablás del clarinete? —Si. ¡Una hora cada día! Lo tengo controlado por reloj. —Disculpame, Él tiene que ensayar. —Pero pongan aislante. —¿Creés que este apartamento es un estudio de grabación? ¿Dónde pensás que ensayan los músicos? ¿Creés que todos tienen un estudio particular? —Deberían. —Mirá, si querés, elevá una queja a la asamblea de copropietarios, pero te aviso que la música no es ruido y no hay reglamentación que pueda avalar este reclamo tan ridículo. Una hora de clarinete por día. —Pero además suena un piano —¿El piano te molesta? La que toca el piano soy yo, Él toca el clarinete, además los dos cantamos. Esta casa siempre fue musical. Abel Carlevaro… ¿sabés quién fue Abel Carlevaro?  Vivía en el piso de abajo de mi casa de adolescente. ¿Sabés qué me decía cuando me encontraba en el ascensor? “Tocás muy lindo”. Así que te invito a retirarte de inmediato. Esta casa siempre fue musical, ¿entendiste? —¿Entonces me tengo que mudar? Yo quiero que resolvamos el problema entre nosotras. —Aquí no hay problema, toco flauta dulce desde los siete, piano desde los once, jamás en la vida ningún vecino se quejó. Ya te dije, elevá una propuesta a la asamblea. —Es que no va a pasar nada. —Por supuesto. La música no es ruido. —Se va. Me quedo furiosa. La música no es ruido. Mis oídos tienen memoria. Tan amable Abel Carlevaro, y eso que yo tocaba mucho más de una hora por día el piano, pero cada vez que me encontraba con él en el ascensor me decía que tocaba lindo. Abel Carlevaro no vivía en este barrio concheto y yo tampoco, residíamos en 18 de Julio y Joaquín Requena, él en el 501, y yo en el 601. Mis oídos tienen memoria. El 11 de diciembre de 1981 vino Sui Generis a Montevideo al estadio Luis Franzini. Yo no pude ir, era caro.  En el liceo mis amigas decían: —¿Fuiste a ver a Sui Géneris? —Y a mí, como a todo hijo de la dictadura, no me sonaba ese nombre y eso que amaba el rock. La primera vez que escuché “Sui Géneris”, por una extraña asociación me sonó a “Génesis”, una de mis bandas preferidas. Génesis, no Phil Collins solista, tan comercial. Génesis y su álbum tan poco conocido “And There Were Three”. Mi tema preferido era “Burning Rope”, sus efectos me provocaban subir y bajar de una montaña en zig zag. Pero cuando la banda se separó dejó de conmoverme. No hubo un solo tema que pudiera llegarme de aquel modo. Mis oídos tienen memoria. No pude ir a ver a Sui Generis pero mis amigas cantaban todo el día “Canción para mi Muerte” y “Confesiones de Invierno”, por lo que eso me bastó para ir al piano y sacarlas. Lo que yo desconocía es que la banda había burlado a la dictadura, en realidad el genio era Charly García. Hoy pienso que sólo él pudo decir en “Canción de Alicia En El País” “El sueño acabó, ya no hay morsas ni tortugas”… Tortugas significaba… Torturas. Mis oídos tienen memoria, y mis ojos también, cuando evoco el cielo de 1981 de Montevideo, tan gris… Mi mejor amiga vivía en la calle Morales casi Avenida Italia. En ese tiempo las veredas de Morales eran irregulares porque había casas sin retiro. La calle era empedrada y además daba allí la morgue del Hospital Británico. Cuando me iba para casa, atravesaba el peor lugar, La Plaza de la Bandera, un páramo en ese invierno gris con la bandera que habían puesto los milicos. Montevideo era gris, incertidumbre, silencio, calma antes de la tormenta. Había ojos y oídos en el aire, en el asfalto. Un censor tan omnisciente, tan omnipresente como Dios estaba en todas partes, tenía ojos, pero eran negros. La gente caminaba en formación perfecta, tomando distancia, hombres y varones por orden de altura, uniforme inmaculado, todo perfecto para homenajear a esa bandera satánica que se erigía en esa explanada absolutamente gris, bajo la lluvia y el frío del invierno del sur. Mis oídos tienen memoria. El rock en español, existía. Escondido en sótanos en altillos. Pero existía… mejor dicho… sobrevivía. Sonaba en las catacumbas y en las cloacas. Pero luego asomó de la alcantarilla para ver la luz del día. Y “Cambalache” se vistió de rock. Entonces cantábamos “Uno, dos, ultraviolento” “Uno, dos, ultraviolento”, de una banda cuyo nombre gritábamos para molestar a la autoridad: “Los Violadores”, tan conservadores y puritanos, tan cuidadosos del recato, tanto nos habían reprimido que ignorábamos cuestiones de nuestra sexualidad, porque eso era “Sucio”, o “Asqueroso”. Habíamos estado enceguecidos por la luz fuera de los túneles en que nuestra mente había estado inmersa, aislada, sin saber… Habían sucedido tantas cosas… y nosotros lo más campantes escuchando rock en inglés, totalmente ajenos… Había que hacer justicia, éramos nosotros, los primeros que votamos con 18 años recién cumplidos, éramos nosotros, no había dudas.  Hoy es sábado, el cielo es azul, y ya no queda música. Quizá porque ya nadie quiere rebelarse. Todos están dentro de la Matrix de la tecnología. ¿Cómo es posible que ante un arreglo plano, con dos o tres acordes, y una letra vulgar, anodina, sin contenido, crean que hacen música? La música también está atrapada en la Matrix. Por suerte mis oídos tienen memoria. Y mis ojos también.

Una pausa en el eco de la memoria.

[Pausa] En el mundo del audio existe un abanico de efectos y procesadores de señal digital (DSP), que se emplean para dar color o forma tonal al sonido, es decir, instrumentos reales, virtuales, voces u otras fuentes de audio externas, todo en tiempo real. [Pausa] Cumplí once años y mi dormitorio de niña se transformó en algo parecido a una discoteca: de la pared colgaba un poster de la Bauhaus y en el estante de la biblioteca estaba el tocadiscos Dual. A los varones les gustaba encargarse de poner los discos, se hacían los DJ, aunque en ese 1977 el espectro era muy limitado dados los tiempos que vivíamos: el single con el hit de la canción cantada por una tal Jeanette “Por qué te vas” y los LP del momento: Village People y Abba. El improvisado baile se armó a falta de luces psicodélicas, con la luz apagada y la puerta de mi dormitorio abierta. Bailamos los lentos “tomando distancia”, igual que como nos había enseñado la maestra, estirando el brazo y midiendo. YMCA era el himno del momento, y esa energía la trasladaría a mi “selección musical” futura. Un camino que haría yo sola, el de la música, porque eso era cosa de “varones”. El “Por qué te vas” de Jeanette quedó en el pasado. Los hijos de la dictadura escuchábamos música en inglés, creídos de que la única música en español que existía era la cumbia de los bailes del Palacio Salvo, —qué música terraja — censurábamos, tan imberbes. En 1981 comencé a descubrir temas: de Queen “Another One Bites the Dust” y de B52 “Private Hidaho”. El último año del liceo me cambié al Zorrilla, por decisión propia porque en 1983 me di cuenta de que el ámbito del liceo privado me daba una visión sesgada de la realidad, y la rebeldía que yo tenía en contra de los “chetos” me exasperaba: siempre “de punta en blanco”, no prestaban ni una goma de borrar y por supuesto que todos vivían en Pocitos. Me sentía fuera de lugar, y fue una decisión que tomé sola, quería tener contacto con algo que sabía que existía y que se iba asomando poco a poco entre colores difusos. Así fue que frecuenté con otra gente: a principios de 1984 una de mis nuevas compañeras me preguntó: —¿Vas a ir a ver a Zitarrosa? —. Yo respondí que no, pero lo peor del asunto era que ignoraba quién era. Pero rápidamente ese mundo nuevo me cautivó, era mi lugar natural, bien lejos de los “chetos”. La facultad de Arquitectura terminó mi moldeado perfecto, siempre tuvo eso de “encantado, mágico y prohibido”, los “talleres” nos daban la excusa perfecta para pasar toda la noche de baile y rock. El misterio de la música en inglés quedó resuelto cuando por fin la abyecta dictadura acabó: siempre yo amante de la música “movida” quedé subyugada ante la versión rockera de “Cambalache”, era de una banda uruguaya que se llamaba “Los Estómagos”, incluso tocaron en la Facultad junto con la actuación de la murga “BCG”. Pero… “Riga” y “Soy Escorpión”, eran éxtasis puro,  también de una banda uruguaya llamada “Zero”. La utopía de la izquierda crecía en mi cabeza como el azúcar de algodón rosado que vendían en el Parque Rodó. En 1985 tomé contacto con otro grupo humano absolutamente distinto de todo: es que yo era judía. Mi familia era judía progresista, jamás creí ni creo en dios alguno y mis abuelos fueron comunistas. —¿No vas a ningún lugar de la cole? —Preguntaban azorados. Y no. No iba. No lo necesitaba. —Sos más goi que el agujero del mate —dijeron. Yo era un ser “orgullosamente de izquierda”, rebelde sobre todo con la juventud que no tenía idea de qué era la dictadura y “la cole” ni me iba ni me venía. Pero quizá por aquello de “juntarse con los pares” que todo individuo lleva dentro, un día cedí. El grupo parecía vivir dentro de un micro mundo: —¿Cuál es tu apellido? —¿Qué hacen tus padres? —Esas preguntas me irritaban sobremanera. Yo me vestía de hippie, y me miraban “raro”. En ese micro mundo no existía “el hombre nuevo”. Cuando se aprobó la Ley de Caducidad por el gobierno colorado, no lo pude soportar. Pero éramos muchos los indignados, y en la Facultad empezamos a juntar firmas para poder plebiscitarla. Corría el año de 1987 cuando una tarde mis amigas “del micro mundo” dijeron todas alborotadas que había un grupo “nuevo” con chicos más grandes. Así fue como un sábado de mayo llegamos al lugar más esplendoroso de la colectividad: el templo de la calle Buenos Aires, vestido de gala, había una fiesta y  mucha gente. Era un gran baile, con música “en vivo”. Alguien cantaba. Una voz de barítono, seductora, él tan bien parecido… Pero era “muy grande”, yo tenía veinte años. Ese día hice otro descubrimiento: no me interesaba casarme per.se, quería mi cuento de hadas con alguien distinto: “sí o sí” tenía que cantar, amar la música… y ahí estaba. Él era “I like Chopin” de Gazebo y “Rock me Amadeus” de Falco, la piza al tacho de Tazende, un altillo en una casa del Cordón, una película en el cine Trocadero cuyo nombre olvidé, un pool en un tugurio ochentoso. ¿Se fijaría en mi? Ya era un hombre y yo una estudiante de arquitectura. Además yo era “bolche” y me vestía de hippie. Sin embargo, y por esas extrañas casualidades de la vida, se fijó. Él dice que fueron mis ojos. Que mi mirada lo acompañó durante treinta y un años, ambos sentados en el piano, él cantando y yo tocando. Así estuve, en el eco de su memoria, en pausa. Y luego, vino a mí. [Pausa] En el mundo del audio existe un abanico de efectos y procesadores de señal digital (DSP), que se emplean para dar color o forma tonal al sonido, es decir, instrumentos reales, virtuales, voces u otras fuentes de audio externas, todo en tiempo real. [Pausa] Y la pausa terminó.