Hubo un tiempo que en el Uruguay quedaban fábricas. Quizá, fue el mismo tiempo en el que la “Zona Franca” de la ruta 8 se reducía a un galpón rodeado de no más de veinticinco autos “Cero Ká”. Me impresionaba ver tantos autos nuevos juntos: —¿Por qué tantos Alfa Romeo Giulietta juntos? —, esos mismos que veíamos subidos en los camiones que los transportaban desde el Puerto de Montevideo. Cada vez que íbamos y veníamos a Pando no podía dejar de girar la cabeza para contemplar ese predio fantasma, tierra de nadie habitada por autos soñados. Eran los tiempos de La Hilandería, todos los días había que transportar la materia prima para que en Montevideo confeccionaran los sweaters en una fábrica en la que trabajaban costureras. Fue la época en que conocí a Juan. Vivía frente a la vía del tren, en una zona de Pando en que las calles no estaban asfaltadas. Juan no había terminado los estudios básicos pero era tan inteligente que “El Viejo”, dueño de la hilandería, dormía tranquilo porque sabía que no había máquina que se le resistiera. La casa de Juan estaba cercada por carrocerías de automóviles que él compraba al chatarrero. —¿Para qué querés eso, Juan? —le decíamos —Yo a esto lo voy a hacer andar —respondía. Hasta un ómnibus tuvo, de esos 121 “cachila”. — ¿Qué vas a hacer con eso, Juan? — Lo voy a hacer casa rodante. — En otra oportunidad, arregló el motor de una “carcacha” para conectarle una garrafa de súper gas. Y anduvo. Juan era famoso por “sus autos”, pero tenía pendiente la construcción del único baño de la casa, él prefería entretenerse con los fierros, a pesar de que la mujer se lo había pedido tantas veces que ya había perdido la cuenta. —Hoy hice cazuela de mondongo, esa que tanto te gusta —me decía —vengan. —Me encantaba ir a comer a la casa de Juan. Me gustaba la comida de olla, y más, bien “caserita”: —Hoy cacé una mulita, vengan esta noche. —Juan siempre me sorprendía con algún gesto cálido. Un día, cerca del verano, Juan dijo: —Me compré una chacra cerca de Salinas. —Salimos por la ruta 8 y paramos en el almacén Las Barreras a comprar el pan casero. La casa era de costaneros y piso de barro. —¿Qué necesitás para hacer el tuco? —me preguntó. Me trajo zanahorias, tomates, perejil, cebolla, una maravilla, el olor de las verduras recién arrancadas era incomparable. Desde la casa se veía La Laguna, y el sol iba cayendo en medio del campo. Juan tenía un bote a remo, y lo usaba para cazar aves navegando por el agua. Después de cenar nos sentamos a ver las estrellas y aparecieron tres nenes corriendo descalzos, la mayor con un bebé de no más de seis meses en brazos. —¿Y este bebé? —Ah, ¡es Carlitos! —Ya había caído la noche cerrada y estaba demasiado fresco. —¿No tienen frío? —Es que no tienen nada —¿Y los padres? —Los padres se van días enteros para cultivar todos los campos de la zona —¿Pero quién los cuida? —Ellos saben cuidarse solos. —No podía sacarme la imagen de Carlitos de la cabeza, en brazos de la hermana mayor, una nena de no más de seis años. ¿Y si pasaba algo? ¿Y si el bebé se enfermaba? Me indignaba que esos padres dejaran a esos niños solos. Absolutamente solos.
Hubo un tiempo que en Uruguay quedaban fábricas. Ya no queda casi ninguna. Aquella zona franca de la vieja ruta 8 es hoy Zonamérica, una ciudad entera. Hubo un tiempo en que en Uruguay había niños que pasaban hambre. Y ahora… hay muchos más.