Muchas señoras presumen porque tienen cuadros “originales” en el living de su casa. No importa si la obra es linda o fea, importaba lucirla. Mi madre decía que no les interesaba el arte ni entendían nada, sólo tenían cuadros porque “las otras” también tenían y no podían ser menos. En casa no había originales, pero esa no era una condición para que no hubiera arte. Apenas di mis primeros pasos, me topé con un cuadro “raro”. Luego me acostumbré a él, a sus extraños “dibujos”: un sol con una bombita adentro, manos y cabezas esparcidas por doquier, todo en blanco y negro. Mi madre sólo me dijo que era de un pintor llamado Picasso y que el cuadro se llamaba “Guernika”. Me conformé con eso, mi cabeza de nena asociaba a Picasso con ese sol con una bombita adentro. Además del Guernika, mi madre tenía otra reproducción de gran tamaño: “Terraza de café por la noche”, de Van Gogh. Pero por alguna extraña razón, el toldo del café yo lo veía como un barco. Es que antes, la gente viajaba mucho en barco. No recuerdo cuándo desaparecieron como medio de trasporte de pasajeros. En casa, el barco más nombrado era el “Vapor de la Carrera”, porque varios conocidos de mis padres viajaban en él a Buenos Aires.
En casa había un Tocadiscos Dual. Mi madre me había enseñado que la mayoría de los discos se escuchaban en “33”, pero el tocadiscos tenía 4 velocidades. En casa había discos de 16, 45 sencillos de jazz, y de 78. A veces, con mi hermano nos divertíamos poniendo un disco a otra velocidad de la que le correspondía, en 78, sonaba como de “Las Ardillitas”. Cuando tuve seis años, mi madre me mandó a un grupo de “Expresión Musical”. Durante dos horas, nos hacían descalzar y “se me abría el mundo”. Nos repartían diferentes instrumentos de percusión: claves, xilofón, triángulo. Nos hacían caminar y marcar el ritmo. “Camino”, era la negra, “Corro”, la corchea, y “Paro”, la blanca. Un tiempo después, mi madre me compró una flauta dulce “Aulos”. Venía en una funda de tela que se abría moviendo unos cordeles y era de color marrón y blanco. Se desarmaba en dos partes y traía un palito para limpiarla. La profesora nos enseñó todo sobre aquel nuestro primer instrumento: para limpiar la flauta teníamos que soplar con la hendidura tapada, debíamos desarmarla y ponerle cera en la unión. Las primeras notas que nos enseñó fueron “sol”, “la” y “si”, porque sólo requerían de una sola mano. Así fue que entré fascinada en el mundo de la música. Aprendimos las notas, las figuras, los silencios y la clave de sol. La profesora nos pidió un cuaderno pentagramado y nos mandaba deberes y estudiar la flauta: usábamos un cancionero para niños que traía las partituras. Un día, mi tío le regaló a mi madre un disco nuevo: “El Arte de la Quena”, de Uña Ramos. Lo escuchábamos una y otra vez. Cuando mi madre llegó de trabajar, se quedó estupefacta: yo estaba parada al lado del tocadiscos, y tocaba en mi flauta lo que sonaba en el disco. Luego, lo memoricé. Así fue que comencé a “sacar” canciones. Un año después de haber comenzado el grupo de música, mi madre me mandó a un taller de expresión plástica para niños, llamado “La Gaviota”. Pintábamos con tierra de color, témpera, y hacíamos piezas en barro. Conforme pasaron los años, pasé al grupo de “los grandes”: del barro pasé a la cerámica y de la tierra de color al óleo. La hacía a mi madre fuentes para el horno, pero me daba pena que no me quedaran redondas, siempre se me “torcían”. También le hice un azucarero, y una mini escultura de una mujer. La cerámica “demoraba”: una clase hacíamos la pieza, luego, debía de ir “al horno”, a la clase siguiente la pintábamos. En “La Gaviota”, además de Expresión Plática había un grupo de Expresión Musical. En el salón había un piano, y yo lo miraba extasiada. Corría el año de 1975, y los profesores de música de “La Gaviota” hicieron una función en un teatro en la calle Mercedes y Carlos Roxlo, “Canciones para no dormir la siesta”. A la salida del teatro me dieron un pequeño libro verde con la letra de todas las canciones.
La flauta me tenía aburrida y por fin mi madre accedió a mandarme estudiar piano. El departamento de la profesora, una “señorita” muy “vieja”, era lúgubre y oscuro. La señorita me tomaba las lecciones de “teoría de la música” y de solfeo. Luego, me hacía tocar a Czerny porque decía que eso mejoraba la técnica. Cuando me hizo estudiar “El Negrito”, de Debussy, me encantó. A la clase siguiente, ya la sabía de memoria. La señorita gritaba: —¡Mirá el pentagrama! —pero yo ya sabía todo. Un día, le pregunté a la señorita si podía tocar otra cosa: —¿Otra cosa? —Abba —La señorita estaba furiosa. Me aburría la música que ella me imponía, pero no me permitía tocar otra cosa. Sólo me gustó “Asturias” de Albeniz. La tocaba “rapidito”, me salía linda y hasta el mismísimo Abel Carlevaro, que vivía en el departamento de abajo, me dijo que le gustaba. La casa de la señorita profesora de piano cada día me parecía más oscura. Un día, con solemnidad, le dijo a mi madre: —Esta niña no lee el pentagrama, toca de oído. — Aquello era un rezongo. Por suerte no fui más.
Un día, mi madre llegó a casa muy entusiasmada, con un catálogo en la mano. Me dijo: —Este pintor se llama Torres García. —Yo, miré las láminas. No entendía. Para mí un pintor importante era Blanes, que pintaba cuadros “De Verdad”, como “Fiebre Amarilla”, que me hizo llorar: ese niño que tocaba a su mamá muerta, ¿qué sería de él? Pero esos peces, soles y barcos en rojo, azul y amarillo, me parecían “fáciles”. Le dije a mi madre: —Esto lo puedo hacer yo —. Puse sobre la mesa la lámina, y con mis dry pen lo copié exacto. Mi madre no podía creer que yo “le hubiera copiado” a Torres García.
Cuando terminé la escuela, se terminó “La Gaviota”. Yo ya era “grande”, pasaba al “liceo”. Nunca dejé de seguir tocando mi piano. No necesitaba a la señorita para sacar las canciones que nos gustaban. “You light up my life”, “Ice Castles”, temas de Sui Géneris. Me gustaba mucho cantar, siempre fui “voz A” desde primer año de escuela, pero odiaba el coro del liceo. Nos hacían subir en tarimas, y los temas eran aburridos.
Pasó mucho tiempo antes de que pudiera entender el Guernika. Y a Torres García. Siempre estaré orgullosa de la madre que me tocó. De que me haya inculcado desde niña la música, la pintura, y el valor de las personas por lo que son y no por lo que tienen, siempre me decía “todos somos iguales”. Ahora desde mis canas, ya no creo que todos seamos iguales. En todo caso, unos somos más iguales que otros. El único cuadro original que tengo en mi casa es de Arditii, porque fue un regalo que él me hizo. Y los míos. Mi madre tenía razón, las señoras que presumen sus cuadros no entienden nada de arte.