Escucha, yo vengo a cantar.

Me gustaba canto. Nos sentaban a todos en un salón con sillas continuas, como las del cine  pero de madera, la parte de abajo del asiento se levantaba para poder apilar las filas de sillas contra la pared. Un día, el profesor nos dijo que nos haría una “prueba de voz”, se sentó al piano y nos hizo pasar de a uno. Tocaba “do re mi fa sol fa mi re do” “do do#”… e iba subiendo las escalas de a medio tono. Nosotros teníamos que cantar las notas que oíamos y luego él decidía si éramos “Voz A” o “Voz B”. Así fue como quedé separada de mis amigas, y de casi todos, yo era “Voz A”, pero la mayoría era “Voz B”. Pronto entendí que la “Voz A” significaba poder cantar y la “Voz B”, la total incapacidad para aquel asunto. Año tras año, cada comienzo seleccionaban las voces, y sistemáticamente yo quedaba separada de los demás. La “Voz A” entre otras cuestiones, hacía “el solo” del Himno Nacional: “Libertad libertad orientales… este grito a la patria salvó…” Supe después, que el reducido grupo que formábamos, debía de asistir a eventos importantes del colegio, éramos “El Coro”, recuerdo uno en particular, en la sala “18 de Mayo”, teatro que los milicos le robaron a “El Galpón”, un año después de su apertura, en 1976, porque antes era “El Galponcito”, en Mercedes y Carlos Roxlo. El “Nuevo Galpón”, quedaba en la mismísima 18 de julio. Cantar en la sala “18 de mayo” me desagradaba profundamente. Un año hasta me inventé una voz nueva con la secreta esperanza de ser descartada del coro, pero no tuve suerte. Mi voz era soprano, y creí que agravándola, no quedaría, pero para mi desgracia, me pusieron con los contraltos. Conforme estábamos en el liceo y nos íbamos haciendo adolescentes, los compañeros se tomaron en serio el asunto del coro. Iban a los eventos vestidos con toga, con gran pompa y solemnidad, pero yo era una rebelde sin causa. El día que cantara, no serían las canciones “De la Patria”, sino las que me gustaran, y menos aún, vestida de ese modo. A esas alturas ya tenía muy claro que amaba profundamente la música, pero no la clásica que me hacía tocar la Señorita Profesora de Piano, sino la otra, la que gritaba y se rebelaba: el rock. Un día le pregunté dentro de mi ingenuidad infantil si no era posible poder tocar otra cosa: —¿Qué otra cosa hay sino lo que tocamos aquí? —Yo pensé en los “bailes lluvia” que hacíamos con los compañeros de la escuela, los varones se ocupaban de tocadiscos y pasaban “Abba” o “Village People”. —Abba —respondí. —¿Abba? ¿Qué es eso? —se horrorizó la señorita. —Un grupo de músicos suecos. —¡De ninguna manera! ¡La música moderna no es música! —me retó. Yo quería tocar, pero no música clásica. Al menos, no quería tocar solamente música clásica. Así que debería de arreglármelas sola. No podía ser tan complicado. Ya había sacado los carnavalitos del disco de mi madre en la flauta dulce. Así fue como empecé a tocar sola. La Señorita no tardó mucho tiempo en llamar a mi madre para recriminarle que yo no leía el pentagrama, y que no prestaba atención sino que “me sabía todo de memoria”. Para la señorita, eso era inadmisible, todas sus alumnas rendían examen en el Conservatorio Hugo Balzo, pero yo jamás me sometería a semejante escrutinio de señores acartonados. Por suerte, la señorita le dijo a mi madre que yo no tenía futuro, así que no me seguiría dando clase. Yo estaba feliz. Sabía lo necesario: el resto vendría solo. A medida que iba descubriendo nuevas bandas gracias a CX 32 Radiomundo y CX 50 Radio Independencia, mi “repertorio” se iba ampliando, todo estaba guardado en la memoria. Estaba sola en el asunto, a mis amigas no les interesaba demasiado la música, sí la bailaban y la escuchaban, pero nada más. Yo la desmenuzaba. La clasificaba. La analizaba. La reproducía. Pasaba mis fines de semana de adolescente buscando temas para armar mis cassettes, esos que sonaban mal para los chetos, pero para mí, eran sagrados. El día se me iba adentro de la música. Mi madre invadía mi sagrado recinto: mi dormitorio de adolescente, con la pared pintada de rosado, color que yo misma había elegido cuando nos mudamos al apartamento, con nueve años de edad. Tenía además, un poster de “Grease”, y otro de Elton John. Además de uno que mi madre me regaló cuando la exposición de la Bauhaus vino a Uruguay, sobre un fondo gris descansaban un triángulo amarillo, un círculo azul y un cuadrado rojo. Yo era una niña, pero me gustaba mucho aquel afiche, así que pregunté si lo podía pegar en mi cuarto y me dieron permiso. Como no sabía de dónde sacar las letras de las canciones que estaban de moda, ir a las aburridísimas clases del Anglo me sirvió para algo: ponía el cassette, escuchaba una frase, la anotaba en una hoja de papel, y así obtuve todas las letras. Quizá por eso, cuando irrumpió el rock en español post-dictadura, aluciné. Me encantaban Los Estómagos, Zero y Los Tontos en último lugar. No le encontraba ningún sentido a la canción del Puré, me parecía tonta. Pero Cambalache en versión de los Estómagos me “podía”. Ni que hablar de Riga o Soy Escorpión de Zero. Los fui a ver al teatro de verano, y ¡cómo sonaban! ¡Zero era grande! Cuando Montevideo organizó un Festival de Rock, entendí que el fenómeno del rock post dictadura no era una tontería, sino que iba a pasar a la posteridad. Y aluciné cuando vinieron Los Abuelos de la Nada a cantar en las canteras del Parque Rodó. ¡Un recital gratuito! Había muchísima gente, aún estaba vivo Miguel Abuelo. Yo escuchaba muchas bandas argentinas que me encantaban: Virus, Git, Los Violadores… nos pasábamos cantando “Uno, dos, utraviolento… Y ahora qué pasa, eh?” Dada mi formación (o deformación, como se lo quiera llamar)… yo no tenía el menor apego por la música popular. Cuando me casé, mi suegra me dio una bolsa enorme que era de mi marido. Tenía de todo: cassettes y discos de pasta. Era la música que él escuchaba en su aliá… puse los casettes: uno era de temas del grupo “América”. Yo sólo conocía “You can don magic”, que ocupó un lugar importante en el ranking en 1982, pero ningún otro tema. Me volví a maravillar con todo lo que descubrí. América era mucho más que “You can do magic”. Y puse un disco de pasta. Era de Daniel Viglietti. La única canción suya que conocía era “A desalambrar”. Los LP eran “Canciones para el hombre nuevo” y “Canciones chuecas”. No los escuché, los deglutí. Era música absolutamente distinta a la que yo escuchaba… luego me enteré que no era que en casa no les gustara Viglietti, sino que mi madre durante la dictadura sacó todos los discos por temor.  Cuando nació mi hija mayor, para dormir le cantaba “Yo nací en Jacinto Vera”, sumada a dos de María Elena: “El Jacarandá” y “El país de Nomeacuerdo”.

Me gusta cantar y me acuerdo de todo. Será por eso que ahora no encuentro a nadie que iguale a mis referentes. O será que ya no existen, por eso Mick Jagger llegó a Montevideo en Febrero de 2016, con 72 años, y fue una multitud al Estadio Centenario. Será porque ahora no encuentro referentes, que el único día que me gusta ir a bailar es el 24 de agosto, porque pasan la música de mi época. No soy una nostálgica infeliz. No vivo apegada al pasado. Quizá, soy demasiado escéptica, de eso se trata.

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