Edith.

Edith siempre fue una mujer extraña. El día en que la madre murió, en la cama matrimonial de los padres, trajo una cámara polaroid y comenzó a fotografiarla compulsivamente. La gente que había ido a la casa para darle el pésame estaba azorada mirando a Edith hacer lo que hacía y muchos pensaron que había perdido la razón. Los padres también habían sido raros, se decía que “no comían huevos para no tirar la cáscara”. Se habían hecho una casa nueva allá por los años sesenta, muy racionalista y funcional: en el barrio de Goes, a una cuadra de General Flores, ubicada en planta alta, amplia y luminosa. El living tenía balcones, la cocina, muy amplia estilo americana, y tres amplios dormitorios para Edith y los hermanos: un varón y una mujer. La hermana mayor de Edith, Ruth, era lo opuesto a ella: hablaba inglés a la perfección y era psicóloga, una mujer muy elegante que se llevaba el mundo por delante. Después seguía el varón, Samuel, que era médico, y Edith era la menor. Edith había cambiado “mil veces” de carrera: iba y venía como el cangrejo, finalmente se había decidido por Geología, pero hacía años que era una estudiante eterna. Cuando vinieron de los Estados Unidos los primos del padre de Edith, ella llevó al aeropuerto de Carrasco los siete libros de la “Alianza”. —¿Por qué traés todos esos libros? —preguntaba la gente —Para repasar el inglés —respondía. Años después, Ruth se fue primero a Israel y luego a Estados Unidos, y Samuel siguió sus pasos. Edith se quedó  para cuidar a los padres, para terminar de estudiar y para atender el negocio. Un cáncer se llevó primero al padre, y al poco tiempo la madre lo siguió. —¿Edith, por qué no te vas a Estados Unidos con Ruth y Samuel? —Primero me quiero recibir, y además tengo que atender el negocio —decía. Edith seguía viviendo en aquel caserón poblado de espíritus y fantasmas, todo estaba como lo habían dejado sus padres. —¿Por qué no vendés la casa y te mudás a un apartamento más chico? —Porque estoy cerca del negocio —. La casa seguía con los mismos muebles, con los mismos cuadros. Si bien había sido una casa muy funcional para los años sesenta, parecía un mausoleo que Edith cuidaba con esmero. Ninguno de los tres hermanos había tenido suerte en el amor, las malas lenguas decían que eran tan amarretes que no tenían la menor intención de compartir nada con nadie. Mientras que a Ruth le sobraban pretendientes y se dedicaba a espantarlos, Edith no tenía suerte con los hombres: —Me gusta alguien que conocí pero no me llama… —A veces concretaba una primera cita, pero nunca podía pasar a la segunda. El negocio era una colchonería que quedaba sobre General Flores; un local enorme donde el polvo asfixiaba. —Tengo que limpiar —Pero Edith, ¿por qué no traés a alguien? —Porque me cuesta muy caro —. Los pocos clientes que entraban, se sentían incómodos por tanto polvo. Los colchones descansaban envueltos en nylon, pero la tierra que cubría cada envoltorio era mucha. —Edith, ¿por qué no vendés? —No, tengo que terminar de estudiar —decía. Edith manejaba una camioneta de los años ochenta, y cada vez que podía, andaba en punto muerto para no gastar nafta. Nadie entendía aquel extraño comportamiento, el negocio de colchones había sido próspero y seguramente los padres habían dejado mucho dinero, pero Edith vivía como una pordiosera. —¿Para qué guarda tanto dinero? ¿Se lo va a llevar al cielo? —Decían los chismosos. Finalmente, Edith cerró la colchonería. —Bueno, Edith, ahora sí te vas a ir con tus hermanos —no, no, me tengo que recibir primero. —El asunto era inentendible, la carrera de Geología no podía ser tan larga, pero podría decirse que hacía más de diez años que Edith preparaba parciales y concurría a la facultad. La gente dejó de llamarla y poco a poco fue cayendo en el olvido. Ya hace muchos años los sucesos. No se sabe si Edith sigue viviendo en la casa paterna ni si sigue en la facultad de Geología, o si finalmente se fue a los Estados Unidos. Aunque se cree que sigue en Uruguay, porque los hermanos, fieles a sus “principios” no gastarían ni un centavo para mantenerla en Yanquilandia.

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