Corazón de tiza.

“Y no hables más muchacha… corazón de tiza”…

En el cuarto de “soltera” de mi madre, en la casa de la calle Arenal Grande, había una cama replegada en la pared. Una colección de banderines pendía sobre ella, que había traído del viaje a Brasil que hizo en el año 1959 con la facultad de Arquitectura. Cuando me quedaba en la casa de mi abuela, miraba los banderines como obras de arte, los repasaba una y otra vez, pero lo que más me gustaba era el pizarrón. Es que era igual al de la escuela. Me encantaba jugar a “la maestra”, y con la tiza me pasaba horas escribiendo. Creo que siempre tuve vocación de “maestrita”: nunca me molestó que mis compañeros me pidieran ayuda en la secundaria. Es que había materias que me “habían sido dadas”, había nacido para absorberlas e increíblemente, sólo en esas, yo era “una alumna seis”: Idioma Español, Dibujo y Francés. Mis amigas y otras compañeras me pedían ayuda y yo les explicaba desde los distintos acentos del francés hasta la razón de las letras en las proyecciones. Dibujé mis perspectivas isométricas y las de mis amigas. Había un encanto en el asunto de desmenuzar algo complicado para el otro y convertirlo en simple que me subyugaba. Ya siendo estudiante de arquitectura, le expliqué una y otra vez “Integrales y Derivadas” a la amiga con la que preparé el examen de Matemática y absorbí a Le Corbusier, Frank Lloyd Right y Bauhaus cuando estudiamos doce horas un enero del año 1987 para rendir Historia. Me casé con veintidós años y yo tenía muy claro que no quería ser “una chica de su casa”, odiaba esa expresión y la gente que me rodeaba me miraba azorada. El día anterior a mi casamiento estaba preocupada por encontrar un trabajo y la madre de mi novio me dijo: —Mañana te casás, mañana es tu día, ¿cómo podés estar triste por trabajo? —. En esos tiempos, las “chicas casaderas” se concentraban en la preparación de la boda: pasaban un año organizando la fiesta, eligiendo el vestido de novia, pero yo siempre fui atípica: me iba a casar, tenía templo, vestido y fiesta, pero mi cabeza no estaba en esos lugares.  Es que yo nunca sería “una chica de su casa”: por la mañana era estudiante de sistemas y por la tarde, “trabajaba” dibujándole los planos a mi padre con Rapidograph, era arquitecto y profesor de Materiales de la Construcción en la IEC. Al mes de mi casamiento, mi papá me dijo que yo tenía una entrevista en UTU San Salvador con un Inspector de Dibujo. Luego de tres encuentros, me enviaron a Utu Arroyo Seco, para dar la materia a primer año de Ciclo Básico. Me recibió la “Señorita Coordinadora”, una “vieja” con cara de pocos amigos: —¿Y cuántos años tenés? Un poco jovencita… son grupos numerosos y tienen muy mala conducta —. Así fue mi “bautismo de fuego”; con la libreta, las tizas y el borrador me presenté e inmediatamente les pedí que sacaran una hoja de garbanzo y que copiaran una botella que yo había llevado. No me senté ni por un instante en el escritorio; yo paseaba entre los bancos y ellos lo sabían, así que debían de cumplir con la tarea. Les explicaba cómo dibujar, cómo pintar, y cómo hacer las sombras. La Señorita Coordinadora estaba molesta, ella esperaba que yo no pudiera con los grupos. La segunda parte del año tocaba proyecciones. Les enseñé pacientemente los conceptos y las letras. Yo estaba feliz, con veintidós años tenía “el” trabajo: era profesora. No era una administrativa en ningún estudio contable, era profesora y era responsable por todos mis alumnos. A fin de año, estaba tomando un examen, y mi alumna me dijo: —Sabe, profe, mi hermano estudia computación en La Blanqueada—. Ignoraba entonces que en UTU hubiera carreras informáticas. Ese mismo día me puse en movimiento. Tuve muchas entrevistas hasta que lo logré. Había conseguido las materias “Lógica” y “Programación”. —Te toca los sábados de tarde —me dijo el coordinador —sos nueva, y tenés que ganarte el “derecho de piso” —. Aquel era un enorme desafío: No era lo mismo explicar proyecciones que enseñar sistemas. Yo me la pasaba dibujando circuitos lógicos en el pizarrón blanco con dry pen azul. Corregía escritos, hacía promedios. Estaba adaptada, y ya por recibirme. Los horarios eran irregulares y varios días regresaba después de las 23. Yo no era una “señora de su casa”, mi misión era más trascendental: ayudaba a aprender, yo enseñaba. Hasta que en el año 1993, UTU decidió mudar toda la parte de Informática a Villa Muñoz. Habían adquirido el edificio donde otrora funcionara la escuela “Sholem Aleijem”, sito en la calle Constitución e Isla de Gorriti, a una cuadra de donde había vivido mi abuela, en Arenal Grande y Concepción Arenal. Cada vez que pasaba por aquella esquina caminando, no podía evitar pensar en lo lindo que hubiera sido que mis abuelos me hubieran visto ser “profesora” allí, a una cuadra de su casa. Me hubiera encantado ir a “tomar la leche” en las horas puente. El edificio estaba en ruinas. Fue construido a mediados de siglo por los vecinos de la colectividad para que funcionara una escuela judía, una enseñanza primaria complementaria en yidish. La obra tardó dos años y el edificio se inauguró en 1950.  Había sido un lugar señorial, tenía un teatro y hasta pisos de parket. Ver “lo que quedaba” me resultaba desolador. Los cristales de las ventanas estaban rotos, los pisos sin plaquetas, los baños no funcionaban. —En un mes está todo pronto —nos dijeron, pero sabíamos que no cumplirían. Fue un año difícil, los gurises se morían de frío. Yo llegaba a casa tiritando y con las manos llenas de polvo de tiza. Un día de invierno, uno de mis alumnos trajo una guitarra. A la hora del recreo, se puso a tocar y cantó. Era un bálsamo escuchar temas de Sui Géneris en aquel lugar surrealista, helados, sin baños y sin vidrios. Yo estaba en la búsqueda de trabajo como profesional en sistemas, ya me había recibido. Al principio, quise seguir también con la docencia, pero no me daba el cuerpo para todo. Pero nunca voy a olvidar a mis alumnos: cuando quedé embarazada fueron los que me hicieron el primer regalo para mi beba: un par de escarpines blancos y una tarjeta con las firmas de todos. O, cada vez que iba por la calle, cuando oía un —¡Profe! ¿Se acuerda de mi? —. Me resultaba emocionante que luego de años aún me recordaran. A pesar del frío helado, a pesar del polvo de tiza, a pesar de todo lo que les exigía. Nunca fui “una chica de su casa” y nunca lo seré. Porque mi madre me enseñó lo que le había enseñado su madre: el valor de “ser alguien en la vida”, el objetivo de estudiar, y ser independiente. A pesar del polvo de la tiza.

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